Sin pensarlo dos veces, y siendo muy consciente del disgusto que iba a coger mi padre, me dirigí a las oficinas de HUNOSA, en las antiguas dependencias del Pozo Modesta de Duro-Felguera, en Sama de Langreo, donde sólo me preguntaron por el pozo a donde quería ir destinado, contestando que me daba lo mismo cualquiera del entorno, menos el Pozo Fondón, donde trabajaba mi padre como vigilante de primera, de tal manera que, con fecha 16 de abril de 1969, comenzaba las prácticas de tres días en el centro del Trabanquín en El Entrego, y otros tres en el Pozo Sotón de Sotrondio, de lo cual mi padre no se había enterado.
Sin embargo, de nada había servido mi respuesta sobre el pozo a elegir, porque el día 23 de abril comenzaba a trabajar en el Pozo Fondón de Hunosa, cuando, de repente, tal como supuse que podría suceder, me encontré con mi padre en la plaza del pozo, cuando se encontraba destinando al personal en el relevo de las tres de la tarde, para el que yo, junto con mi compañero Cuno Vallina, habíamos sido destinados. “¿Qué haces tú aquí?, me dijo con la cara descompuesta. ¡Coño, vengo a trabayar a la mina, y he sido destinado a esti pozu! ¡Cagon Dios, debía de date vergüenza – siguió diciéndome muy cabreado -, toda una vida sacrificándonos para que estudiaras y nun cayeras en la mina, con la pila de familiares que tenemos muertos y afectados por la silicosis, y ahora vienes tú y me haces esto!”
Aquel día se llevó tal disgusto, que estuvo casi cuatro meses sin hablarme, ni en la calle ni en casa, y hasta intentó con el ingeniero sacarme de la mina en las fechas que siguieron, pero aquel día estuve destinado con un picador de Bimenes llamado Hermógenes (un gran minero y excelentísima persona) a tirar de pala en una sobreguía de la capa del Gascue. La verdad, tampoco fue tanto la tarea, pero acabé bastante cansado. Aquella noche, en casa, tal parecía que estuviéramos todos en un funeral, porque nadie hablaba. Desde luego, debo de reconocer que lo pasé muy mal por mi padre. Me daba mucha pena ver como sufría aquella grandísima persona que había luchado toda su vida para que estudiara y no acabara en la mina pero, aunque para mí no fue nada fácil atravesar por aquel disgusto que se llevó, la decisión estaba tomada.
Los días que siguieron en el trabajo no fueron un camino de rosas precisamente, laboralmente hablando. Mi padre, que tenía mando para ello, ordenó destinarme con un barrenista – posiblemente el más vago que había en el pozo, aunque muy buena persona – a una guía de las pocas que se estaba avanzando a pala de mano, con el fin de que abandonara la mina. Aquello era un auténtico “reventaeru”.Todos los días siete y ocho “chapas” (vagonetas) cargadas a pala de mano, en un terreno que no tenía rasante para la pala, con el resultado de la rodilla y la mano derechas hechas una gran ampolla, de tanto empujar la pala, y así un día tras otro, hasta que mi padre se dio cuenta que yo no tenía pensado abandonar mi profesión de minero, elegida libre y voluntariamente, y fui destinado a los transversales, donde trabajaban los mejores barrenistas y donde también se ganaba más dinero.
Aquel año de mi bautizo minero había llegado el hombre a la luna, y Juan Carlos de Borbón era nombrado sucesor del dictador, cuando nuestro país había salido muy recientemente del Estado de Excepción, decretado el 24 de febrero de este mismo año en todo el territorio español, según el ministro franquista, Fraga Iribarne, “para luchar contra las acciones minoritarias sistemáticamente dirigidas a alterar la paz española… y evitar que se arrastre a la juventud a una orgía de nihilismo y anarquía”.
Dicen que Franco estaba molesto por la llegada del hombre a la luna, porque le había quitado protagonismo al nombramiento del Borbón como su sucesor, a título de rey, pero lo cierto es que en medio del vuelo del Apolo XI, el príncipe aceptó la oferta del Caudillo por la Gracia de Dios y tuvo que pasar el mal trago de jurarle fidelidad aquel 23 de julio de 1969 en una sesión extraordinaria de las Cortes. El Generalísimo, además, era Jefe de Estado de por vida y el rey solo podría ejercer como tal cuando muriese el militar ferrolano que, incluso, podría revocar tal nombramiento cuando le diese la gana.
Aquel año de 1969 se había formado un «gobierno monocolor», encabezado por el bruto almirante cántabro, Carrero Blanco, con la misión de elevar el recrudecimiento contra el movimiento obrero y estudiantil respondiendo salvajemente con el empleo de las fuerzas de orden público, como lo demuestra el hecho de que, entre los años 1969 y 1973, ocho trabajadores resultaron muertos por las acciones de la policía, y en junio de 1972 era detenida la cúpula dirigente de las ilegales “COMISIONES OBRERAS” (Caso 1001-72 del Tribunal de Orden Público). Las cifras que, hasta hace muy pocas fechas permanecieron ocultas, son tan apabullantes como espeluznantes: fueron detenidas en el país 1.953 personas, de las cuales 890 fueron maltratadas, 510 torturadas, 93 juzgadas por el Tribunal de Orden Público y 53 en consejos de guerra.
Con la categoría de ayudante minero, aunque cobrando la diferencia de ayudante barrenista – mi verdadera labor a los pocos días de haber entrado en la mina -, y después de un año 1969 muy conflictivo, sobre todo en el Pozo Fondón, soy llamado a filas para hacer el servicio militar, siendo destinado al campamento de El Ferral en León. Yo, por aquellas fechas tenía concedida prorroga de estudios para hacer las milicias universitarias en su día, y también podía haber realizado solamente los tres meses de instrucción, acogiéndome a los beneficios mineros que recogía el Decreto-ley 22/1963, de 21 de noviembre, sobre régimen especial y beneficios aplicables al personal minero para la prestación del servicio militar, optando por hacer la “mili” completa como soldado raso, pero de este apartado de mi vida me referiré en otro capítulo específicamente.
Cumplido un año escaso de “mili” – parece ser que aquel año de 1970, los jefes militares habían robado tanto que dejaron sin presupuesto a los cuarteles y nos echaron a todos para casa antes del periodo establecido -, me reintegré a mi trabajo en el Pozo Fondón, destinado en el transversal de SEPTIMA para “calar” a 1.700 metros de la CUARTA BIS del Pozo Lláscares (Candín), pero también aquel año de 1970 había sido el de mi matrimonio con Irma Martínez López, el 26 de abril de 1970, y el del nacimiento de mi primera hija Susana Saavedra Martínez, el 2 de setiembre del mismo año.
En aquel transversal, que estábamos “arreando” en un “fondo de saco” a tres relevos, éramos de los que más ganábamos en el pozo, entre otras cuestiones, porque nosotros mismos “atacábamos” y disparábamos la “pega” para el avance de la galería, por lo que nos pagaban una hora extraordinaria que incrementaba nuestra contratada retribución de una manera sustancial. Aquellos ingresos me permitieron ir “montando”, poco a poco, mi nuevo hogar en la misma barriada minera de La Juécara, en Langreo, donde sigo viviendo con mi compañera Irma, después de 47 años de matrimonio, pero también aquel transversal pudo haber supuesto mi tumba y la de otros cuatro compañeros, cuando quedamos “atrapados” en el mismo.
En efecto, estábamos en la mañana del día 7 de agosto de 1972, el día que teníamos que haber empezado a disfrutar nuestras vacaciones, las cuales habíamos pospuesto para más adelante porque mi compañero barrenista, LOBETO, tenía previsto un asunto familiar, cuando la mina se fundió, originando una enorme quiebra que nos dejó “atrapados” en un pequeño hueco sin ventilación de ningún tipo – la tubería del aire había quedado aplastada debajo de la quiebra –a cinco compañeros: Manuel Gutierrez LOBETO (barrenista), Antón SAAVEDRA (ayudante barrenista), Fermín POLADURA Bonito (ayudante minero), GALLO, el de Pando (tubero) y MANOLIN el de Lada (caminero). Pero todo hay que decirlo: hacia las once de la mañana, los topógrafos que estaban colocando los puntos de dirección – HONORINO (capataz), Manolín ZAPICO (oficial de topografía) y otro chaval de ayudante, habían abandonado el lugar porque donde tenían que colocar el trípode se “esmigallaba” bastante, y tal como me contaron ellos mismos, tuvieron miedo de que aquello se fundiera, como así ocurrió cuando nos encontrábamos “forando” los primeros tiros con dos martillos , en uno el compañero Lobeto y en el otro yo.
Las causas de aquella tremenda quiebra, que tardamos un mes en levantarla, desde mi honesto y sincero punto de vista, vinieron derivadas de que, tratándose como se trataba de un transversal 2UA en línea, las más de las veces llevábamos la capa de carbón como “hastiales”, formándose grandes campanas sin rellenar, entre otras cuestiones, porque la empresa no pagaba esa tarea de rellenar con llaves de madera – solo pedía avance, y avance urgente -, y nosotros estábamos a ganar y ganar dinero, colocando los cuadros a la máxima distancia posible – 1,60 metros diarios, “forando” con barrenas de 2,50 unos cuarenta y tantos tiros diarios (sistema SARROIS) – hasta que la mina dijo ¡¡¡ Basta !!!
Lo primero que oímos finalizado aquel ensordecedor estruendo chisporreante que causó el hundimiento de la mina, fue la voz de Alejandro Fernández Cortina “JANDRO”, el mecánico que se encontraba en las labores de mantenimiento y engrase de la paleadora Atlas Coppco a la otra parte de la quiebra, gritando si estábamos todos con vida, corriendo en busca de ayuda, y llegando rápidamente el vigilante minero LUIS CAMPAL, el barrenista ROGELIO, y el mecánico JANDRO, artífices de nuestro rescate por entre aquel amasijo de hierros – cuadros, parrillas y muñequillas metálicas -que parecían sujetar, aunque momentáneamente, aquel infierno de “costeros” y carbón, porque nada más salir yo, no sin antes tener que pegarle un par de hostias en la cara del compañero Fermín, que había quedado un poco “atontado” y se negaba a salir de allí, la mina pegó otro sonoro estruendo que taponó completamente el hueco donde nosotros habíamos permanecido durante aquellas horas que me parecieron siglos, tal y como pudimos observar cuando acabamos de levantar la colosal quiebra.
Durante aquel infierno, sólo pensaba en poder ver a mi hija Susana, a punto de cumplir los dos años, aunque mi mente estaba muy pendiente del lugar donde había quedado mi chaqueta, con casi cincuenta pistones para el disparo de la “pega”, y un poco más allá, muy cerca, los cartuchos de dinamita, los cuales, aunque estaba prohibido, los metíamos a la entrada del relevo, para no perder tiempo en salir al polvorín a por ellos. Y, también me acordé de aquellas palabras de mi padre el primer día de trabajo a la boca del pozo. ¡Me cago en Dios, esto no puede ser, los dos güelos, los hermanos de mi padre, los de mi madre, y ahora me toca a mí…!
Durante algunos días, quizás meses, estuve soñando con aquella explosión que, por suerte, nunca se produjo. Allí, en el tajo, envuelto en un pañuelo, recogí una chapa que había sido un reloj Certina, regalo de mi padre, que la empresa ni siquiera se dignó a abonarme, a pesar de reclamarlo, con él en la mano, al ingeniero del pozo, un tal José Luis Fernández. Eso sí, cuando me jubilé, después de 42 años años cotizados en HUNOSA, ésta me regaló un reloj Citizen que yo mismo regalé, tal y como venía en el estuche, a otra persona que, después de jubilarse como picador de carbón en el Pozo Candín, por unos días que le faltaban no le habían concedido el “premio de antigüedad” que de manera irónica llaman “Medalla de Oro”.
Es verdad que la seguridad en las minas era motivo de especial atención en el sector hullero, de ahí la detallada descripción que el Reglamento Interno hacía del comportamiento que el personal habría de observar en la prevención de accidentes, pero no es menos cierto que aquella preocupación empresarial porque los trabajadores actuasen con el mínimo riesgo de producir accidentes por descuido o neglicencia, en absoluto existía. La estricta división jerárquica de trabajo definía perfectamente lo que se podría denominar una “línea laboral de mando”, tanto por la similitud con la estructura del sindicato vertical como por sus concomitancias con la organización militar de la empresa – durante todo el periodo de autarquía económica, con un aparato productivo muy precario, el incremento de la producción se garantizaba a costa de una gran explotación de la mano de obra. Esto se materializaba en los bajos salarios, jornadas diarias de más de diez horas y privación del descanso semanal y anual. La forma de implementar estas durísimas condiciones se hacía bajo un Reglamento de Militarización que regulaba las relaciones de trabajo, en las que la desobediencia era considerada como indisciplina, el abandono de trabajo como deserción y el menor incidente como insubordinación o delito de rebelión militar según el Código de Justicia Militar -, donde el eslabón inferior lo constituían vigilantes y capataces, quienes ejercían el directo control laboral y disciplinario sobre un determinado grupo de trabajadores, quedando la instancia superior de la empresa como defensora del orden económico y responsable del normal desarrollo de la producción, objetivo que primaba por encima de cualquier otra cuestión.
Aquel temor de las autoridades franquistas ante cualquier alteración del ritmo productivo en un sector económico que, hasta hacía muy pocos años había sido considerado como estratégico, justificaba la imposición de especiales mecanismos de control para doblegar a una mano de obra minera cuya trayectoria histórica hacía presumir su total desafección a los principios ideológicos que inspiraban al régimen fascista de Franco. Así y todo, los mineros no dejaron de manifestarse como vanguardia del Movimiento Obrero que fueron en España, entre otras cuestiones, porque siempre se decía que los salarios de los mineros eran superiores a los del resto del personal obrero de otras industrias, cuestión que no era cierta, salvo en ciertas categorías como picadores o barrenistas, pero si los mineros obtenían una retribución global más elevada ello era debido a los incentivos a la producción que aparentemente privilegiaban una actividad de gran interés para la economía del país, a la generalización del trabajo “a destajo” y a la compensación en metálico de las vacaciones.
Además, ¿Qué otra forma digna, contundente y solidaria había entonces de plantear el avance en las relaciones de clase y en la justicia social cuando la otra parte – el Estado y sus gobiernos serviles y cerriles – consideraban como negociación aceptable y triunfalista lo que no era más que la atemperación de la dinámica social a una convivencia que se mantuvo durante décadas, y con las mejoras que se quieran – arrancadas todas ellas – opresora, falsa y primitiva, donde la constante persecución de los dirigentes sindicales en la clandestinidad, los movimientos y las filosofías sindicalistas libres se convirtieron en un martillo y los trabajadores, en el yunque sobre el que se golpeaba?
Aquellos años de mi actividad como minero en el interior del pozo Fondón de HUNOSA, donde la huelga se consideraba poco menos que un acto de sedición, es decir, un acto gravemente punible por los poderes del Estado, no por ello redujo la tensión laboral en los centros de trabajo y los permanentes estallidos huelguísticos de la época ponían de manifiesto, no solo el fracaso de la política sociolaboral del franquismo, sino un rechazo total de los mineros a las bases mismas de aquel sistema que, lógicamente iban a tener sus consecuencias en beneficio del conjunto de los trabajadores de la mina. Así, en el año 1973 – yo había sido destinado al Pozo Santa Eulalia (Cabritu), para construir las tolvas subterráneas del ski o pozo de extracción del carbón de los pozos Fondón y Lláscaras (Candín) -, era conquistada la nueva Ordenanza del Trabajo para las Minas de Carbón en sustitución de la Ordenanza de 1964, uno de los frutos recogidos de las durísimas luchas sindicales de los años 1962 y 1963, logrando la reducción de la jornada laboral a cuarenta horas semanales y el incremento de las vacaciones a veintitrés días, entre otras conquistas arrancadas a base de sangre, sudor y lágrimas.
Por aquellas fechas de 1972 finalizaba la carrera de Graduado Social en la Universidad de Oviedo – unos estudios que había realizado con nocturnidad y bastante sacrificio -, al tener que desplazarme casi todos los días a Oviedo, haciendo compatible los mismos con el trabajo diario en la mina y mi actividad sindical y política, ya organizado en las filas de UGT y PSOE.
Aquel mismo año, la empresa había convocado un concurso oposición, celebrado en La Cuadriella de Turón, entre los trabajadores de la empresa que hubiesen finalizado los estudios de Graduado Social, para ocupar plazas en los departamentos de personal en los distintos centros de la empresa, y con fecha de marzo de 1974 era destinado como Jefe de Personal del Grupo Siero (Pozos Pumarabule y Mosquitera), donde permanecí hasta el año 1976, en que fui destinado para el Grupo Sama (Pozo Modesta, Fondón, Candín “Lláscares” y Santa Eulalia “Cabritu”), no sin antes haber sido “condenado a galeras”, esto es apartado en un rincón de las oficinas que HUNOSA tenía en “los chalés de la Hullera” en Langreo, con un sofá y una mesa, donde solo había la colección de la revista HULLA que editaba mensualmente la empresa, sin hacer absolutamente nada de nada, siendo ignorado por los jefes y, en bastantes ocasiones, hasta por algunos de los propios compañeros de trabajo.
Los motivos de aquella “condena” tenían su origen en un fortísimo enfrentamiento que había ocurrido con el Ingeniero Jefe del grupo en su despacho, un tal Luis Martínez Capellán, llegando incluso a las manos. Él no veía bien que los “silicóticos de primer grado”, a punto compatible en los exteriores de las explotaciones mineras, estuvieran “tocándose los cojones” (sic) durante toda la jornada laboral, proponiéndoles la categoría de mineros de primera para que volviesen a realizar sus tareas en el interior de la mina – alguno de ellos ya había aceptado -, y yo había convocado asambleas en los relevos de los pozos, oponiéndome radicalmente ante aquella decisión que me parecía tan injusta como inhumana, haciéndoles ver que había puestos de trabajo en la empresa muy dignos para el personal silicótico, antes que enviarles a “echar los pulmones por la boca por unes pesetes de mierda”, y menos seguir humillándoles de aquella forma tan grosera cuando les hacían barrer la plaza con una escoba…
Al final, fui destinado como jefe de personal del Grupo Sama, permaneciendo en el mismo hasta el año 1978, fecha en la que estuve dedicado de manera exclusiva a la actividad sindical como secretario general de la Federación Estatal de Mineros de UGT (1978-1988).