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VENGANZA CONTRA ASTURIAS: TODO EMPEZÓ EN OCTUBRE DEL 34

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Federico Engels, pensador y dirigente socialista alemán (1820-1895)

En realidad, el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la república democrática que bajo la monarquía; y en el mejor de los casos, es un mal que se transmite hereditariamente al proletariado triunfante en su lucha por la dominación de clase.

El proletariado victorioso, lo mismo que hizo en la Comuna, no podrá por menos de amputar inmediatamente los lados peores de este mal, entretanto que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo este trasto viejo del Estado.

Federico Engels, en el vigésimo aniversario de la Comuna de París,
Londres, 18 de marzo de 1891
.

La historia de los años treinta en el Estado español es la crónica de la revolución proletaria y la contrarrevolución burguesa. Todos los acontecimientos que se sucedieron desde los años veinte y que cristalizaron en el golpe fascista que causó la gran tragedia de España — la forma más aguda que puede adoptar la lucha de clases — pusieron de manifiesto los intereses irreconciliables de capitalistas y terratenientes, de la casta militar y eclesiástica con los de millones de trabajadores de la mina, la fábrica y el campo. Todos los regímenes políticos que se sucedieron, estarían y siguen estando condicionados por este hecho.

El Directorio militar de Primo de Rivera constituye la primera etapa de la Dictadura de Primo de Rivera instaurada en España durante el reinado de Alfonso XIII tras el triunfo del Golpe de Estado de Primo de Rivera del 13-15 de septiembre de 1923. Directorio militar fue el nombre que se dio a la institución integrada exclusivamente por militares (ocho generales y un contralmirante) que bajo la presidencia del general Miguel Primo de Rivera debía asesorarle en las funciones de gobierno y en la promulgación de los decretos que tendrían fuerza de ley . En diciembre de 1925 el Directorio militar fue sustituido por un gobierno en el que había militares y civiles presidido también por Primo de Rivera, que será conocido como Directorio civil, y que constituye la segunda y última etapa de la Dictadura primorriverista que finalizó en enero de 1930.

De esa manera, durante todo este período histórico, la burguesía buscaría desesperadamente las formas de dominación que le permitiesen contener la marea revolucionaria que se les venía encima. Lo intentaron primero con la dictadura de Primo de Rivera y, posteriormente, sacrificando la odiada monarquía de Alfonso XIII por la República; pero a lo que nunca renunciaron, y ahí radicaba y radica el problema esencial, fue a mantener la mano firme sobre sus propiedades, sobre la tierra, las minas, las fábricas y la banca, a imponer a los trabajadores y los campesinos famélicos su régimen de explotación, sus jornales de miseria y hambre, sus jornadas de sol a sol. Apoyándose en la Iglesia católica y la casta militar, la oligarquía española no pretendía renunciar a ninguno de sus privilegios y era consciente, sobradamente consciente, que ello le llevaba a un enfrentamiento decisivo con el movimiento obrero.

Desde esa perspectiva, la clase dominante española toleraba incluso las formas democráticas como un mal menor, siempre y cuando el poder económico, y por tanto el político, siguiesen estando firmemente bajo su control, pero en la medida que el traje del parlamentarismo democrático burgués fue incapaz de servir a este objetivo, la burguesía no vaciló en desprenderse de él y adoptar los métodos del golpe militar, la guerra civil y el fascismo. Toda la palabrería acerca de la democracia, libertades cívicas, elecciones, sufragio universal, fue arrojada al contenedor de la basura y reemplazada por otras más afines: cruzada anticomunista, orden, propiedad, patria, censura, cárceles, fusilamientos…

La República proclamada el 14 de abril de 1931 en absoluto sirvió para trastocar los límites de la propiedad capitalista. Como reflejo del ascenso de la lucha de clases y de las enfermedades que corroían al capitalismo español, ésta despertó las esperanzas de una vida mejor para millones de personas oprimidas durante generaciones. Las ilusiones en la democracia y en un cambio fundamental en sus condiciones de existencia, florecieron en todos los rincones del país. Pero estas ilusiones no tardaron mucho en marchitarse. Para los oprimidos del campo y la ciudad, la República no trajo grandes cambios en sus condiciones de vida, mientras mantenía lo esencial del dominio terrateniente y capitalista de la sociedad.

Discurso de Jose María Gil-Robles, lider de la CEDA ante 1000 asistentes en Covadonga, el 9 de setiembre de 1934: “Hay que ir a un Estado nuevo, y para ello se imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa que nos cueste hasta derramar sangre! (…) Para realizar este ideal no vamos a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento o se somete o le hacemos desaparecer”.

El agrupamiento de los títeres políticos de la burguesía española liderados por Gil Robles, consciente de la irremediable escalada del movimiento obrero y la incapacidad de la República para contenerla, desbrozaría el camino para imponer un régimen de corte fascista que aplastase a las organizaciones obreras y la capacidad combativa del proletariado. Toda la obra contrarrevolucionaria cedista tanto en el terreno legislativo como en la realidad de la lucha de clases, encontraba su sintonía con el triunfo de Hitler en Alemania y Dolffus en Austria. La amenaza de un triunfo similar en el Estado español era tan real como reales eran los discursos de Gil Robles y otros destacados líderes de la CEDA a favor de un régimen de ese tipo.

La insurrección obrera del 5 de octubre de 1934 vino a cortar esta perspectiva de consolidar un Estado fascista mediante la utilización de los mecanismos del parlamento burgués. Fue la insurrección armada en Asturias y el frente único de la izquierda a través de las Alianzas Obreras, lo que desbarató todos los planes de la CEDA. Sin este ensayo previo, difícilmente puede entenderse la resistencia al fascismo con las armas en la mano durante los tres años de guerra civil y revolución social.

La historia de España hasta 1931 se había caracterizado por siglos de continua e inexorable decadencia, marcada por periódicas y aisladas sublevaciones campesinas y un asfixiante control de todas las esferas del poder por parte de la monarquía y los terratenientes. Incapaz de llevar a cabo una revolución burguesa como en Francia o Gran Bretaña, la clase dominante española era un conglomerado formado por la vieja aristocracia nobiliaria, la burguesía agraria y comercial del centro y sur de España y una débil burguesía industrial que participaba cómodamente de los privilegios económicos que este estado de cosas le proporcionaba, donde el saqueo, los chanchullos y las corrupciones eran el pan nuestro de cada día.

Así, a lo largo de toda la historia del siglo XIX el papel de la burguesía se reduciría a la búsqueda permanente de acuerdos y coaliciones con las viejas clases del pasado feudal, donde la compra de grandes extensiones de tierra, de títulos de nobleza y los matrimonios con la aristocracia fueron la práctica común de los burgueses, y nuevos lazos de unión se forjaron en negocios comunes. Por otra parte, la alta burguesía financiera que empezaba a despegar en Euskadi o la burguesía industrial de Catalunya, irían adquiriendo posiciones en los gobiernos de Madrid, sustentando las formas antidemocráticas del viejo régimen que tan bien les servían para explotar sus negocios.

Directorio militar de Primo de Rivera con el el rey Alfonso XIII de Borbón.

La dictadura de Primo de Rivera mientras intentaba ocultar los crímenes del colonialismo español en Marruecos y los desastres militares – como el de Annual – seguía amparando los intereses de los grandes capitales y el proteccionismo, a la vez que ponía en marcha una represión feroz contra el movimiento obrero organizado – centrado especialmente contra la CNT -, el aplastamiento de las luchas obreras, la organización del terrorismo patronal y una legislación laboral reaccionaria, con la excepción de  UGT – PSOE que se prestaron a un vergonzoso colaboracionismo con la dictadura de Primo de Rivera, lo que no evitó que, finalmente, la dictadura se enfrentase a un movimiento creciente de descontento.

En efecto, durante la crisis del régimen monárquico pesaron mucho más los intereses de clase de la burguesía que el mantenimiento de una reliquia política heredada del pasado pero inservible para la nueva situación creada, fenómeno que no suponía ninguna novedad, porque ya,  durante la revolución rusa de febrero de 1917, muchos de los políticos más venales y comprometidos con el zarismo, observando el colapso del régimen y el empuje de las masas, no dudaron en abrazar el nuevo régimen republicano para salvar el pellejo y seguir manteniendo el poder en sus manos. Lo mismo ocurriría en los años de la llamada modélica transición española – en realidad la segunda restauración monárquica -, cuando centenares de destacados prohombres de la dictadura franquista se convirtieron, de la noche a la mañana, en demócratas de toda la vida.

Tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera, el jefe del cuarto militar de Alfonso XIII, el general Berenguer, fue el encargado de salvar la monarquía y de paso a la oligarquía. De esta manera, en el mes de febrero de 1930 el nuevo gobierno militar quedaba conformado con representantes de la aristocracia, el clero y el ejército. Pero esta prolongación formal de la vida del régimen no ocultó su crisis terminal. En las filas de la burguesía las divergencias sobre el rumbo de los acontecimientos crecían día a día, y, mientras un sector abogaba por la represión y el palo, el otro, el más sutil e inteligente se inclinaba por la reforma, pero los dos se equivocaban, porque, mientras las concesiones políticas provocaban un auge del movimiento reivindicativo, por otra parte, el mantenimiento de la opción represiva tampoco resolvía la crisis y la contestación social, de tal manera que, ante la gravedad que adoptaban los acontecimientos, una mayoría de los políticos burgueses del régimen se inclinaron por calmar a las masas respaldando una salida “democrática”. De esta manera individuos que habían desarrollado su carrera política reprimiendo las luchas obreras y sirviendo fielmente a la monarquía se convirtieron de la noche a la mañana en republicanos y demócratas, hasta el extremo de que sujetos como Miguel Maura o el ex ministro monárquico Niceto Alcalá Zamora juraron su adhesión a la República, llegando incluso a ser presidente del gobierno de la II República, a la vez que señalaba el camino para otros muchos.

Paralelamente el movimiento de oposición que se extendía entre la clase trabajadora iba contagiando a sectores cada vez más amplios de la pequeña burguesía y los estudiantes, mientras la política colaboracionista y vacilante de los líderes del PSOE-UGT iba permitiendo a los representantes de la pequeña burguesía republicana hacerse con el protagonismo del momento y asumir la iniciativa, aunque los trabajadores afiliados a la UGT y la CNT seguían participando en gran número de huelgas.

El Pacto de San Sebastián fue la reunión promovida por la Alianza Republicana que tuvo lugar en San Sebastián el 17 de agosto de 1930 a la que asistieron representantes de todos los partidos republicanos, a excepción del Partido Federal Español, y en la que se acordó la estrategia para poner fin a la monarquía de Alfonso XIII y proclamar la Segunda República Española. En octubre de 1930 se sumaron al Pacto, en Madrid, las dos organizaciones socialistas, el PSOE y la UGT

Por aquel entonces, las ilusiones de los líderes socialistas en la revolución democrático – burguesa eran tantas que la alianza con los partidos republicanos se profundizó y cristalizó en el llamado “Pacto de San Sebastián”, en el que se acordó un plan de acción para proclamar la República y constituir un gobierno provisional. Es decir, los dirigentes del PSOE en colaboración con los republicanos, confiaron en los mandos militares para el pronunciamiento, en lugar de organizar y preparar militarmente la insurrección en las minas, fábricas y latifundios, y este método conspirativo, que tanto gustaba al líder socialista Indalecio Prieto, buscando la participación de la oficialidad en lugar de la acción organizada de las masas de la clase obrera, tendría consecuencias funestas en octubre del 34.

Por si había duda de los objetivos del movimiento, Manuel Azaña lo aclaraba en el mitin del 28 de octubre en la plaza de toros de las Ventas de Madrid: “La República le es tan necesaria al proletariado como a la burguesía liberal, pero nosotros no tenemos el pensamiento ni los socialistas tienen ahora la ambición de que nuestra fuerza común concluya en una república socialista. Pensamos en una república burguesa y parlamentaria, tan radical como los republicanos más radicales consigamos que sea, si tenemos opinión y votos para ello”. Con el régimen monárquico totalmente corrompido y carente de base social, incapaz de contener la radicalización de las capas medias y el movimiento obrero, el general Berenguer proponía en los comienzos de 1931 la celebración de elecciones legislativas, una propuesta que sería rechazada por el movimiento obrero y los líderes republicanos y también por los sectores más perspicaces de la burguesía que no estaban dispuestos a prolongar la agonía del régimen. La dictablanda de Berenguer, entró en crisis definitiva, y el rey, acosado, intentó remontar la situación con un gobierno urdido por el conde de Romanones, uno de los grandes terratenientes y plutócrata, pero el nuevo gobierno presidido por el almirante Aznar sólo escribió el epitafio de la odiada monarquía.

En este contexto de extrema polarización, amplios sectores de la burguesía comprendieron que el final de la monarquía era cuestión de muy poco tiempo. El gobierno acosado intentó ganar tiempo convocando para el 12 de abril elecciones municipales, con la esperanza de contener el movimiento de la oposición y lograr el apoyo de los sectores republicanos al establecimiento de una monarquía constitucional. Pero ya era tarde. Las ansias de acabar de una vez por todas con la monarquía, de alcanzar las libertades democráticas, contagiaban a toda la sociedad, donde, incluso la CNT no pudo impedir que miles de militantes votaran a las candidaturas de la conjunción republicano-socialista.

A pesar del fraude electoral y la intervención de los caciques monárquicos en las zonas rurales, el triunfo de las candidaturas republicano-socialistas fue masivo en las grandes ciudades. El delirio de las masas se desató en las principales capitales y ciudades del país, cuando la República fue proclamada por el monárquico Niceto Alcalá Zamora a las ocho y media de la noche del 14 de abril de 1931.

La proclamación de la Segunda República Española consistió en la instauración el 14 de abril de 1931 del nuevo régimen político republicano que sucedió a la monarquía constitucional de Alfonso XIII de Borbón, que había quedado «deslegitimada» al haber permitido la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930)​ y que había fracasado en su intento de vuelta a la «normalidad constitucional» con la dictablanda del general Berenguer (1930-1931).

Sin embargo, después de haber leído tanto sobre el carácter de la de la República española, para cualquiera que quiera entender las contradicciones que se desarrollaban en los años treinta, lo cierto fue que la burguesía no tuvo más remedio que ceder el paso a la República, tratando de ganar tiempo y poder restablecer una correlación de fuerzas más favorable para sus intereses, aunque la dictadura del capital lo pueda envolver en formas políticas aparentemente diferentes, siempre que garanticen su dominio sobre el conjunto de la sociedad. Obviamente, para cualquier marxista siempre será preferible una república democrática a una dictadura policial o militar. Pero esta preferencia no es el producto de ningún fetiche hacia las formas políticas burguesas, ni ninguna concesión al cretinismo parlamentario, tan común en los dirigentes reformistas del movimiento obrero. La razón de esta preferencia es bien sencilla: en un régimen formalmente democrático es más fácil hacer propaganda, agitar por las ideas del socialismo científico, y las oportunidades para la organización revolucionaria de los trabajadores son mayores.

Es decir que, aunque la República española de 1931 pudiera presentar estas ventajas democráticas, incluida la elección parlamentaria del presidente de la República, el régimen social en el que se basaba era exactamente el mismo en el que se sustentaba la monarquía corrupta de los Borbones: la sociedad capitalista. Como Largo Caballero afirmó en no pocas ocasiones, repúblicas hay muchas, pero a los trabajadores sólo nos interesa la república socialista, aquella que refleja un cambio radical en las relaciones de propiedad a favor de los oprimidos. Para la burguesía se trataba en cambio de modificar el régimen político y garantizar lo esencial: el dominio económico que le permitiese explotar a millones de campesinos y trabajadores y garantizar sus privilegios.

Tal y como ha quedado dicho, la historia de la insurrección del 34 tiene mucho que ver con lo anterior, pues, aunque la forma política republicana se mantenía, eso no impedía a la burguesía lanzar una ofensiva generalizada contra los trabajadores y sus organizaciones. Efectivamente, la burguesía española se había encaramado al carro del republicanismo sembrando todo tipo de ilusiones entre la población, ilusiones democráticas que también reflejaban el ansia de liberación social de las masas. En la imaginación de millones de trabajadores había triunfado la convicción de que la República traería la tan ansiada como necesaria reforma agraria, mejores condiciones salariales, de trabajo y de hábitat, el fin del poder de la Iglesia, el derecho de autodeterminación… Pero la burguesía siempre tuvo y tiene en su programa unos planes muy diferentes.

El Gobierno Provisional de la Segunda República Española fue el gobierno que ostentó el poder político en España desde la caída de la Monarquía de Alfonso XIII y la proclamación de la República el 14 de abril de 1931 hasta la aprobación de la Constitución de 1931 el 9 de diciembre y la formación del primer gobierno ordinario el 15 de diciembre. Hasta el 15 de octubre de 1931 el gobierno provisional estuvo presidido por Niceto Alcalá-Zamora, y tras la dimisión de éste a causa de la redacción que se había dado al artículo 26 de la Constitución que trataba la cuestión religiosa, le sucedió Manuel Azaña al frente del gobierno.

Aquel gobierno provisional republicano, excesivamente preocupado por las formas del derecho y el mantenimiento de las esencias liberales, fijó el reconocimiento de la libertad de conciencia y culto, del derecho sindical y del derecho de propiedad como piezas esenciales, así como el sometimiento de los actos gubernamentales a las cortes constituyentes… España se encontraba en el umbral de un régimen de democracia liberal, mantenedor del orden social basado en la propiedad privada de los medios de producción y circulación, es decir, lo que suele llamarse un régimen de democracia burguesa.

Pronto quedaron claros los límites del primer gobierno de conjunción republicano socialista. La estructura de clases de la sociedad española de 1931 muestra muy claramente la gran polarización de la misma y los límites de cualquier política que no atacara las causas materiales de tantos siglos de opresión. Aproximadamente el 70% de la población se concentraba en el medio rural, la mayoría en condiciones penosas, afectadas por hambrunas periódicas entre cosecha y cosecha. Dos tercios de la tierra estaban en manos de grandes y medianos propietarios. En la mitad sur el 75% de la población tenía el 4,7% de la tierra mientras el 2% poseía el 70%. Los que las explotaban, pues el 38% de la tierra cultivable permanecía sin cultivar, lo hacían con mano de obra jornalera y sueldos de miseria de dos o tres pesetas diarias. En el mejor de los casos los jornaleros de Andalucía y Extremadura estaban en paro de 90 a 150 días al año.

La posición de la agricultura en la economía nacional era predominante. Aportaba el 50% de la renta nacional y constituía dos tercios de las exportaciones. Los métodos de explotación eran muy primitivos y la existencia de una gran población jornalera hacía que los terratenientes obviasen la introducción de maquinaria moderna. La pequeña propiedad agraria de menos de 10 hectáreas de superficie, alcanzaba las 8.014.715 de hectáreas; las medias y grandes fincas de más de 100 hectáreas, ocupaban casi 10 millones de hectáreas. En el centro, sur y oeste de la península más de 2 millones de jornaleros malvivían en condiciones de extrema explotación.

La burguesía no tenía intereses contrapuestos a los del terrateniente, por el hecho de que el burgués y el terrateniente en la mayoría de las ocasiones eran el mismo individuo. El conde de Romanones, era uno de los grandes terratenientes del Estado español, cuyas propiedades se extendían por Guadalajara y toda Castilla la Mancha, pero además era concesionario de la producción de mercurio, principal accionista de las minas del Rif, de las de Peñarroya, de los ferrocarriles, presidente de Fibras Artificiales SA. Esta era la composición de la clase dominante. ¿Dónde estaba pues, la burguesía nacional progresista aliada del proletariado en la etapa de la revolución democrática? Sencillamente no existía.

El capital industrial y financiero estaba muy concentrado. Las grandes familias, no más de 100, poseían la parte fundamental de la propiedad agraria, industrial y bancaria. Por otra parte, el capital extranjero había penetrado extensamente en la economía española y dominaba sectores productivos, como la minería, y de las comunicaciones de carácter estratégico para el desarrollo del país.

El Estado español y la Iglesia católica parecen formar un enlace eterno. Esta unión en su versión actual comenzó con el Concordato firmado por el dictador Franco y el papa Pio XII en 1953. El primero agradecía así a la Iglesia su incondicional apoyo al golpe de Estado de julio de 1936 y posterior guerra, y buscaba desesperadamente un apoyo internacional que dignificase su régimen político e hiciese olvidar las atrocidades pasadas y presentes. El segundo conseguía de un plumazo volverse a hacer dueño de las conciencias del pueblo español, y de paso llenaba su bolsa. El dictador acudía a los actos religiosos solemnes bajo palio, cual dios-faraón del siglo XX. Se firmaba entonces un acuerdo entre un régimen fascista genocida y una Iglesia que había callado o contemporizado ante Mussolini y Hitler.

Pero, además, esta clase dominante contaba con firmes aliados en el clero y el ejército. En 1931, según datos obtenidos de una encuesta elaborada por el gobierno, integraban el clero 35.000 sacerdotes, 36.569 frailes y 8.396 monjas que habitaban en 2.919 conventos y 763 monasterios, aunque estos datos eran en realidad muy incompletos puesto que siete diócesis de las 55 existentes se negaron a elaborar la encuesta, como lo demuestra el censo general de población de 1930 con 136.181 clérigos y demás familia. Lógicamente, el mantenimiento de este auténtico ejército de sotanas, auténtica colmena de zánganos,  consumía una parte muy importante de la plusvalía extraída a la clase obrera y a los jornaleros, con un presupuesto para la iglesia que ascendía a 52 millones de pesetas en 1930, permitiendo que sus miembros más destacados viviesen a todo lujo, tales como el cardenal Segura que tenía una renta anual de  40.000 pesetas y todos los obispos disponían de sueldos que oscilaban entre 20.000 y 22.000 pesetas al año.

La iglesia era un auténtico poder económico, y actuaba como tal en el mantenimiento del orden social. Según datos del Ministerio de Justicia de 1931, la Iglesia poseía 11.921 fincas rurales, lo que la hacía ostenta el primer lugar entre los terratenientes, con un valor declarado de dichas fincas y bienes de 76 millones de pesetas y su valor comprobado de 85 millones. A esto se deben de añadir los patronatos eclesiásticos dependientes de la corona, con un capital de 667 millones, y los títulos de renta al 3% concedidos a la Iglesia como “compensación” por la desamortización del siglo anterior. Pero había más. Respecto a las congregaciones religiosas, la única estadística hecha en 1931 que se refería tan sólo a la provincia de Madrid, dio un valor de 54 millones en fincas urbanas y 112 millones en las rurales.

Esta iglesia de los “pobres” representaba para millones de hombres y mujeres el poder que los condenaba a una existencia miserable, y la furia de la población contra este poder eclesiástico, contra el terrateniente y contra el burgués tenía plena justificación

Refiriéndonos al brazo armado de la oligarquía – el ejército -, este estaba formado por 198 generales, 16.926 jefes y oficiales, y 105.000 soldados de tropa. Los oficiales, seleccionados cuidadosamente de los medios burgueses y monárquicos jugaban un papel protagonista en los acontecimientos políticos.

Resultados de los procesos electorales celebrados en España durante los años 1931, 1933 y 1936.

En este panorama, el éxito arrollador de las candidaturas republicano-socialistas en las elecciones legislativas de junio de 1931 revelaban el profundo movimiento social que había alumbrado la era republicana, y como suele ocurrir en los momentos de grandes cambios en la conciencia de las masas, la victoria de sus candidatos animó la lucha reivindicativa, tanto en el frente industrial como en el campo, y la lucha de la clase obrera en favor de la jornada de 8 horas, de incrementos salariales, de subsidio de paro y de reforma agraria se extendió por todos y cada uno de los rincones de nuestro país, pero sus luchas se topaban con el poder de la oligarquía que, en ningún momento entraba en sus planes hacer concesiones serias.

Por otra parte, la depuración del ejército de elementos reaccionarios, monárquicos y desafectos al nuevo régimen republicano quedó en agua de borrajas, favoreciendo el gobierno de conjunción el retiro de los mandos que no querían asegurar fidelidad a la República, a la vez que les garantizaba su paga de por vida. En cualquier caso, la mayoría de los militares de carrera, vinculados a la dictadura de Primo de Rivera y a la monarquía, y con un historial reaccionario acreditado, permanecieron en sus puestos. Los capitalistas españoles sabían que mantener intacta la composición de clase del ejército era una garantía contra posibles movimientos revolucionarios que desbordasen la legalidad capitalista, y muy pronto tuvieron ocasión de comprobarlo con su actuación represora y criminal en la insurrección del 34, y mucho más concretamente en Asturias.  (Próximo capítulo: Y ESTALLO LA DINAMITA…)

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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