7 de junio
Hoy, cuando inicio mi 85 día de arresto domiciliario, recuerdo que es domingo y, por lo tanto, toca homilía del presidente del gobierno, ahora dominical, para hacer un llamamiento a la unidad política mientras su vicepresidenta Calvo pide estabilidad. Y, tras hacer trampas con los dados “cargados” para el reparto de 16.000 millones a las autonomías para favorecer a unas y perjudicar a otras, Sánchez empieza a hacer sus cábalas sobre la Comisión del Congreso para la reconstrucción económica del país, aunque sin delimitar el objetivo de sus Presupuestos y su pretendida paz social de cara al más que seguro “estallido social otoñal” que se aproxima y que el sábado reconoció con temor Pablo Iglesias, porque la avalancha del paro y la ruina llegarán mucho antes que las suplicadas ayudas de la UE, porque si este gobierno piensa que la UE dará créditos y ayudas con los ojos cerrados se va a equivocar. Los hombres que vendrán de Bruselas puede que no se presenten vestidos de negro, pero se vestirán de gris marengo y controlarán el gasto y los proyectos en los que se piensa invertir.
Es decir, Pedro Sánchez no abandona ese presidencialismo autoritario que viene practicando desde la soberbia y la mentira, la calle se le incendiará en contra del Gobierno y Sánchez entrará en el síndrome de Zapatero, aquel presidente que negaba con sus “brotes verdes” la crisis financiera de 2008, asegurando que España jugaba en la Champions League de la economía hasta arruinar el país y llevar al PSOE hacia su casi desaparición.
En efecto, la devastación que está causando la pandemia hace inexcusable un pacto de Estado, más allá de cualquiera de las encrucijadas que nos ha tocado vivir desde la segunda restauración monárquica en España.
Habiéndose parado el mundo resulta inquietante la obviedad de que la Tierra sigue girando, mostrando con ello la indiferente frialdad de una naturaleza que se nos impone recordándonos que la acogedora Gea es también la matriz de donde puede emerger el coronavirus que ponga millones de vidas humanas en riesgo y que lleve a cientos de miles a la muerte. En España, al día de hoy, 7 de junio, según las cifras oficiales del ministerio de Salud, 27.136 muertos y 241.550 infectados.
Gobiernos que en sus respectivas sociedades se dedicaban a tratar de encajar las sacudidas del macromercado capitalista configurado en la globalización, de repente se han visto tratando de articular de manera precipitada medidas para contener la extensión de una epidemia que se ha revelado como imparable globalización de una arrolladora enfermedad que ha pillado de improviso a la humanidad del siglo XXI, afectando a esa parte de la humanidad de “países desarrollados” que de ninguna manera esperaba verse ante situaciones que parecían estar exclusivamente destinadas a los “llamados países pobres”, dándose la circunstancia de que, en algunos países, como EE.UU., Reino Unido, México o España, se despreció la pandemia, comenzando a afrontar la misma cuando la invasión del bicho circulaba como Pedro por su casa sin que se tomaran las medidas en el tiempo requerido.
De repente, aparece el miedo que la pandemia está desatando no sólo como enfermedad y, en el extremo, a la muerte debido a los estragos de la Covid-19 sobre las vidas de las personas, sino que ese temor viene acompañado, y con más fuerza si cabe, con el miedo al hambre y, en el extremo, a verse abocados los individuos a la mortalidad que pueda generarse en un sistema y un modo de vida tan deteriorados que en ellos los mínimos vitales se vean rebajados a niveles literalmente insoportables.
No se trata, pues, del falso dilema de vida o economía con el que han querido y quieren jugar las patronales fuertes del mundo empresarial, sino del sobrepujamiento de los miedos entre sí, tal como se viven en los países y sectores sociales más desfavorecidos, que en lenguaje coloquial de la calle se expresa diciendo que se teme más al “coronahambre” que al coronavirus.
Todos sabemos lo fuerte que está resultando la incidencia de la covid-19 en la realidad de nuestro país. La enorme dureza de las cifras de personas muertas, muchas de ellas por falta de asistencia médica y abandono en esos pretanatorios, algunos de ellos llamados irónicamente geriátricos, bastando imaginar cuánto dolor y sufrimiento quedan detrás de tan triste cómputo.
Igualmente somos conscientes tanto de las virtudes “públicas y privadas” puestas en ejercicio al hacer frente a la epidemia, como de los déficits en cuanto a los recursos disponibles, empezando por los propios de un sistema de salud que pensábamos mucho más capaz de hacer frente a lo que se nos vino encima y que ha mostrado carencias evidentes. Sin haber culminado el diseño del sistema sanitario tras el franquismo, aquel de las ciudades sanitarias mastodónticas con raquítica red primaria que quisieron paliar con un descomunal gasto farmacéutico, empezaron a recortarlo. De hecho, una de las principales reivindicaciones de la huelga general del 14 de diciembre de 1988 fue exigir la dotación de 15.000 millones de pesetas que, como mínimo, faltaban para que fuese realidad la prometida universalización de la asistencia sanitaria. Seguimos teniendo excelentísimos profesionales, que se merecen el aplauso diario, de los cuales muchos de ellos tuvieron que emigrar a otros países que se los rifaban, pero ello no es lo mismo que afirmar que teníamos el mejor sistema sanitario del mundo. Si de verdad quienes se llenan la boca con semejante alarde fuesen coherentes, empezarían, desde ya, por mostrar su disposición a revertir los experimentos privatizadores que impulsaron, primero desde los gobiernos centrales del bipartidismo PPSOE y después desde los gobiernos autonómicos que tienen transferidas todas sus competencias sanitarias que, en claro fraude intelectual, político y económico, han resultado ineficientes y caros.
Con todo ello, cuando tenemos indicios de que la situación entra en fase de mayor control, siendo de esperar que también salgamos de tanta confusión y caos como se ha visto en el terreno de la comunicación, es cuando se hace imperioso abordar los efectos de la crisis económica en la que la pandemia nos metió y las consecuencias que ésta arrastra, empezando por un desempleo que está llegando a cotas insoportables de crisis social grave en la que los problemas en torno a la vivienda y a la alimentación se presentan más que agudos para muchas familias.
Ese contexto, en el que lo que quepa esperar del apoyo financiero que venga de la Unión Europea es cuestión de arduas negociaciones en las que no se disipa la atmósfera neoliberal en la que está envuelta, es el marco en el que el gobierno de España presidido por Pedro Sánchez apela a las demás fuerza políticas, convocándolas a un pacto para la reconstrucción, tras la “resistencia” a la destrucción de vidas y haciendas que el coronavirus ha provocado.
El presidente del Gobierno, insistiendo en los foros europeos en la necesidad de una especie de Plan Marshall para canalizar la ayuda solicitada en aras de la reconstrucción socioeconómica necesaria, acogiéndose a esa frecuente tendencia a inspirarse en hechos del pasado esperando que la analogía cubra lo que se pretende en las circunstancias del presente, habló también de unos nuevos Pactos de la Moncloa, recordando los pactos económico y social que se forjaron en 1977 con amplio apoyo parlamentario, a propuesta del gobierno de Adolfo Suárez, y con aceptación, no sin resistencias, de los sindicatos UGT Y CC.OO., unos pactos que se convocaron para atajar los desequilibrios macroeconómicos ya que, como afirmaría el exvicepresidente del gobierno, Fuentes Quintana, “el mayor peligro para una democracia débil es una economía en crisis”. Paradójicamente, contribuyeron más al consenso político y social durante el proceso constituyente que a sentar las bases de una economía más solvente, ocurriendo que transcurridos dos años se reproducían los desajustes, agravados con un inusitado incremento del paro.
Los partidos estaban demasiado enfrascados en disputarse el poder – empezando por los “clanes familiares” del partido gobernante, que tras laminar a Suárez acabaron por despedazarse entre ellos -, que dispuestos a arrimar el hombro para estabilizar la democracia y hacer frente a la intensa destrucción de empleo.
Sin entrar ahora en la valoración de aquellos Pactos y las realidades a que dieron lugar – ampliamente explicados en otro de mis diarios -, lo cierto es que la analogía con ellos no deja de encubrir aspectos que pueden dar lugar a serios malentendidos, si no a frustraciones.
En España, como en el resto del mundo, estamos en un momento crucial que exige cambios en profundidad, pero no nos hallamos en situación similar a la que suponía salir de la dictadura franquista para entrar en un proceso de instauración de la democracia.
Ya no estamos en punto similar, por fortuna, aunque tenemos que abordar cuestiones políticas de la máxima seriedad, en especial las suscitadas por el conflicto en Cataluña, que entonces no eran las que estaban en juego. La convergencia de intereses políticos que entonces pudo darse, para lograr un pacto con fuerzas desde Alianza Popular hasta el PCE, hoy no se percibe como factible en primera instancia. En consecuencia, el poner tales hechos como referencia acaba siendo más un entorpecimiento que una ayuda, lo cual puede decirse también de las referencias a un Plan Marshall que al fin y al cabo fue diseñado y llevado a la práctica en Europa por los EE.UU. como la potencia emergente de la Segunda Guerra Mundial y ante un incipiente conflicto de bloques que daría lugar a décadas de “guerra fría”.
Hoy no hay nada de eso y es Europa, desde los mismos europeos, la que tiene que resolver el expediente que tiene delante si quiere salvar su futuro. Dado los flancos para la crítica ofrecidos por una tal presentación de la intención de pacto, la derecha y sus extremos se aprovecha para poner en cuestión tal propuesta. Es más, sin recato alguno en cuanto a mostrar su táctica de boicotear todo lo que sea posible el avanzar hacia un acuerdo, el PP, habiendo rechazado de plano la propuesta del presidente del Gobierno de un pacto entre partidos políticos, abierto a fuerzas sociales, pone sobre la mesa el llevar cualquier abordaje de pacto al ámbito parlamentario, creando para ello la comisión del Congreso donde habrían de llevarse para su discusión las propuestas de los partidos en ella representados.
Aceptada por el presidente del Gobierno la creación de dicha Comisión, en aras de un acuerdo posible con el PP, y renunciando a la anunciada dinámica de acuerdo entre partidos que quisieran sumarse al mismo, la derecha no oculta su querencia a hacer de ella un espacio de fiscalización de las decisiones y medidas del Ejecutivo durante la crisis del coronavirus, apuntando a la vez a inocular dentro de éste el mayor veneno posible para quebrar el equilibrio entre PSOE y Unidas Podemos en la coalición con que gobiernan.
No hacen falta muchos focos para ver con nitidez que la, en principio, encomiable función de una comisión parlamentaria para la reconstrucción social y económica se ha presentado desde su origen contaminada por el descarado juego tacticista de los partidos que la conforman. Así, pues, la discusión de los términos del pacto supuestamente buscado no se lleva a la Cámara baja por fervor democrático, sino para ser utilizada en el altar del más grosero electoralismo. De hecho, sería el propio presidente de la Comisión del Congreso para la Reconstrucción, Patxi López, quien ha tenido que salir públicamente el pasado 28 de mayo para pedir perdón porque, según ha asegurado, no había estado a la altura de lo que es y de lo que significa la citada comisión. Todo ello tras el rifirrafe que habían tenido el vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, y el dirigente de Vox Iván Espinosa de los Monteros que ha terminado con este último marchándose de la sala. Pablo Iglesias había sugerido que la formación ultraderechista querría dar un golpe de Estado y, cuando Espinosa de los Monteros se marchaba, le ha dicho: “Cierre al salir, señoría”.
“Ha habido algunas expresiones y algunos comportamientos innecesarios y creo que no es lo que espera la ciudadanía”, ha admitido Patxi López, que ha llamado a “reconsiderar”, “repensar” y “volver a entender” para qué y para quién están ahí.
“Y no es para insultarnos ni para atacarnos, sino para demostrar que la política sirve para mejorar la vida de la gente”, ha continuado Patxi López, que ha apelado a “hacer honor” a lo que ha llevado a los políticos hasta aquí: “Les ruego a todos que nos pongamos a trabajar, que es lo que necesita este país”, concluía Patxi López.
Resulta obvio que, tanto el PSOE como Unidas Podemos tienen que emplearse a fondo en la mencionada Comisión parlamentaria para sacar de ella el máximo provecho, considerando medidas llevadas a dictamen que favorezcan las soluciones beneficiosas para la ciudadanía en los capítulos abiertos para ello, potenciando la salud pública como bien común, pero no meramente para ser administrado burocráticamente desde el Estado como agente frente a una población no reconocida en su mayoría de edad, sino también responsable y participativa en lo que el cuidar la vida supone. Es necesaria una reactivación de la economía, pero desde nuevos parámetros en los que lo “común”, en cuanto a recursos e incluso en lo que respecta a riqueza producida y redistribuible, marque una dirección que trasciende la ceguera suicida de un capitalismo omnívoro. Son imprescindibles políticas sociales, desde el convencimiento de aquello a lo que obligan los derechos sociales y políticos de nuestras constituciones, pero sin paternalismos, sino desde el protagonismo de quienes ven cubiertos sus derechos siendo tratados como sujetos y no meramente como objetos destinatarios de ayudas. En definitiva, la adopción de medidas sanitarias para el esfuerzo colectivo frente al coronavirus y para el reforzamiento del sistema de salud, medidas para la reactivación económica y la recomposición del tejido empresarial, y medidas para afrontar la crisis social, con sus lacerantes frentes de paro, precariedad e incluso hambre, a las que se añade lo que se pueda concluir respecto a la acción política en instituciones europeas.
Desde mi punto de vista, realzar lo “común” no puede servir ni para aplastar a los individuos ni para hacer crecer desmesuradamente una burocracia estatal. Es lo que se subraya transversalmente para con ello replantear la acción política en una clave radicalmente pluralista y participativa que, en ese sentido, no puede ser sino republicana, activando una renovada dimensión instituyente de lo político. Sin duda, esa transversalidad es la que permite reunir en un amplio programa compartido el hilo de lo “común” que tanto nos vincula en nuestros mundos como nos enraíza en la Tierra.
La tarea parlamentaria exige por parte de las izquierdas, y de quienes quieran adherirse a ese quehacer, una estrategia que, desde la lealtad al parlamento implícita en el ejercicio de la representación política, aproveche al máximo lo que la susodicha Comisión pueda dar de sí y que a la vez, también para conseguir ese aprovechamiento, se mueva en la dirección de un acuerdo de largo recorrido con las fuerzas que tengan en su horizonte algo más que una inmediata “nueva normalidad”. Se trata de lograr una política común frente a esa barbarie germinada y crecida al calor de las políticas neoliberales al servicio de un capitalismo desaforado, imperantes en las últimas décadas, con lo que han supuesto de democidio, ecocidio, pervivencia de patrones machistas y pautas neocoloniales, así como de destrucción de vínculos sociales y daño a las vidas de millones de individuos. La pandemia no asegura nada en cuanto a superar el desastroso paradigma neoliberal, pero sí ofrece, como acontecimiento que marca época, la ocasión para el cambio y el reencauzamiento de las políticas imprescindibles si de verdad queremos salir de la barbarie.
Buenas noches y hasta mañana. Salud y República