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LA REPRESION FASCISTA EN LAVIANA Y ALTO NALON

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REPRESION FASCISTA12743973_10207375619301962_289894202067167353_nCOLEGIO JOVELLANOS DE GIJON, EL 27 DE FEBRERO DE 2016.

 

Buenas tardes y gracias por vuestra asistencia.

Mi amigo y familiar, Manuel Fernández, me pide que presente su libro sobre “LA REPRESION FASCISTA EN LAVIANA Y ALTO NALÓN” y yo acepto el encargo sin rechistar. Un libro – más que un libro se trata de un excelente vademécum sobre la Memoria Histórica de nuestra región -, en la que cuenta historias que hablan de ideas perseguidas y exiliadas y de vidas anónimas que fueron sacrificadas por fusiles dogmáticos bendecidos por una iglesia que en la confrontación cainita no fue neutral sino insurgente.

Esta tierra nuestra aún conserva sordas tragedias de retaguardias con cuartel y sacristía y muchas biografías de santos laicos en las que Manuel escarba y escarba para dar reparación a seres anónimos y dejar la Memoria Histórica con las sílabas contadas y el recuerdo reconfortante y modélico de vidas que fueron ejemplares.

Público asistente a la presentación del libro de Manuel Fernández sobre "LA REPRESION FASCISTA EN LAVIANA Y ALTO NALON"

Público asistente a la presentación del libro de Manuel Fernández sobre “LA REPRESION FASCISTA EN LAVIANA Y ALTO NALON”

Aún queda mucho pasado por sacar a la luz, y en esta laboriosa tarea seguimos viendo a Manuel en un trabajo de campo metódico y concienzudo, reparando historias interesadamente rotas y contagiándose de su propia empatía, a la vez que nos contagia a muchos de nosotros en esta cada vez más necesaria labor.

Asturias era hacia 1931 una región mayoritariamente republicana, ilustrada y plural. Un lugar que anudaba esbozos de progreso y promesas de bienestar. Parecía como si al fin hubieran triunfado los ideales de la Institución Libre de Enseñanza: educación para todos, justicia social en vez de caridad, progreso económico, pero cinco años después la oligarquía financiera, defendida por las armas del ejército golpista y bendecida por los sacramentos de la iglesia, ponía punto y final a los legítimos deseos de cambio.

Con el golpe de Estado y la guerra regresaron el fanatismo y la ignorancia. El cambio de régimen golpeó sin piedad a la élite local en beneficio de los mediocres y los cínicos. Los hombres y mujeres cabales y tolerantes de la tradición institucionista fueron reemplazados, después del triunfo de los fascistas sublevados, por los vicarios de un régimen ominoso, manejado por caciques de correaje y garrote, militares desleales que trataban a sus conciudadanos como soldados vencidos de un ejército extranjero, y un clero intolerante más interesado por sus rentas y privilegios que por la dicha espiritual de sus fieles.

Familiares de las víctimas de la represión fascista en Laviana y Alto Nalón, presidiendo la mesa en la presentación del libro del historiador allerano Manuel Fernández

Familiares de las víctimas de la represión fascista en Laviana y Alto Nalón, presidiendo la mesa en la presentación del libro del historiador allerano Manuel Fernández

Con la guerra, Asturias quedó convertida en territorio de devastación. Como si durante el período republicano se hubieran profanado todos los principios de la España eterna, la victoria de los sublevados alimentó un programa de exterminio contra la aristocracia del mérito y la inteligencia. Muertes. Depuraciones. Saqueos económicos. Y, equidistancias al margen, la represión en Asturias la desencadenó un solo bando, el de los vencedores, una represión desproporcionada, unidireccional, asimétrica. La tierra asturiana quedó transformada en un cementerio sin lápidas, en un territorio de fosas y cunetas repletas con los cuerpos de los luchadores republicanos, que sólo seguirán muertos si nosotros nos olvidamos de ellos, de ellas.

A diferencia de la republicana, en la España rebelde la represión tuvo un carácter “absolutamente premeditado, sistemático, institucionalizado, hasta transformarse en un objetivo en sí mismo” para la construcción del nuevo Estado

Las conocidas instrucciones reservadas del cerebro de la conspiración a dos meses vista de la sublevación son una clara evidencia de la vocación exterminadora con que nacía el movimiento subversivo, aunque con más claridad, si cabe, se expresaría el 19 de julio de 1936 cuando ordenaba “sembrar  el terror (…) eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”.

Antón Saavedra en la presentación del libro sobre "LA REPRESION FASCISTA EN LAVIANA Y ALTO NALON" en el Colegio Jovellanos de Gijón, el 27 de febrer de 2916

Antón Saavedra en la presentación del libro sobre “LA REPRESION FASCISTA EN LAVIANA Y ALTO NALON” en el Colegio Jovellanos de Gijón, el 27 de febrero de 2916

Así pues y desde el mismo momento en que se inicia la subversión, la eliminación física del adversario político se convirtió en la forma habitual de ejercer la autoridad por parte de los sublevados, que perseguían no sólo conquistar  por la fuerza  el poder político y la obediencia de los ciudadanos, sino proteger y preservar el viejo orden económico y social amenazado por la democracia, las reformas y las conquistas de las clases trabajadoras. Eso era lo que estaba en juego y esa es sin duda la función social y la misión histórica del movimiento subversivo, liquidar definitivamente el viejo conflicto por la hegemonía entre  las clases tradicionalmente  dominantes y los colectivos populares organizados.

La violencia ejercida por el Estado rebelde adquiere así un carácter estructural, en primer lugar porque se desencadena para resolver un conflicto estructural, y después porque acabó siendo “un elemento constitutivo del propio régimen, un pilar básico del ordenamiento jurídico­político durante todas las fases por las que atravesó la dictadura”

En este sentido la represión franquista hay que entenderla como una “estrategia múltiple” que no sólo sirvió para la eliminación puntual de la disidencia política y el escarmiento social, sino que pensando en el futuro, se mantiene para encarecer al máximo los costes de cualquier oposición y propagar un sentimiento lo más amplio y profundo posible de sumisión, pasividad y autocensura por el miedo que  garantizase la  estabilidad­perdurabilidad  del régimen.

Para ello el uso de la fuerza adoptó numerosas formas y dispuso de diferentes actores, pero siempre ocupó un lugar  central en la dictadura como herramienta básica del Estado para construir y sostener el orden político, social, laboral, familiar, económico y religioso, deseado.

Con el final de una guerra suele sobrevenir indefectiblemente la paz, pero no fue el caso de España en 1939, lo que constituye una excepción relevante si comparamos la española con otras guerras civiles europeas que desembocan en el establecimiento de regímenes dictatoriales reaccionarios. El primero de  abril de  1939 sólo terminó la guerra  oficial con ejércitos y frentes, iniciándose otra no declarada pero igualmente devastadora, primero contra  el enemigo derrotado  e  inerte,  y posteriormente  contra  cualquier  tipo de disidencia o amenaza interior. La paz fue cosa de media España, mientras la otra media agonizaba o se la perseguía en virtud de la “ley de la victoria”.

Presentacion del libro sobre "LA REPRESION FASCISTA EN LAVIANA Y ALTO NALON", en el Colegio Jovellanos de Gijón, el 27 de febrero de 2016

Presentacion del libro sobre “LA REPRESION FASCISTA EN LAVIANA Y ALTO NALON”, en el Colegio Jovellanos de Gijón, el 27 de febrero de 2016

Así las cosas, los rebeldes se limitaron a declarar el estado de guerra en todo el territorio que controlaban (situación excepcional que se prolongaría, para combatir a la guerrilla, hasta el 7 de abril de 1948), y con esta rudimentaria base jurídica, aplicada sistemáticamente desde el mismo 19 de julio, convirtieron en reos de rebelión militar a todos aquellos que habían permanecido leales a la legalidad constitucional por acción u omisión y con la única finalidad de eliminar la disidencia.

El principal instrumento para el ejercicio de la represión física por motivos políticos fue la justicia militar, ejercida de forma arbitraria y en ausencia de cualquier tipo de garantía procesal. La jurisdicción castrense predominó de forma absoluta desde los inicios, lo que no significa que los militares acumulasen en exclusiva el monopolio de la represión, porque desde julio del treinta y seis y hasta más allá incluso de 1939, fueron auxiliados en su macabra misión por civiles radicalizados, propietarios y falangistas en una suerte de violencia espontánea (ejecuciones sin juicio que se producen en forma de paseo o en aplicación de la ley de fugas) que tuvo especial incidencia durante los primeros meses de guerra y con la entrada de las tropas rebeldes en pueblos y ciudades.

No fueron sin embargo hechos aislados, ni violencia descontrolada, simplemente el Ejército permitió a estos grupos que comenzasen la tarea de limpieza allí donde se suponía que el enemigo era más numeroso.

Aunque la cifra de ejecuciones consumadas por el bando rebelde está todavía por determinarse, los libros documentales de Manuel Fernández, primero con el publicado y agotado sobre el concejo de Aller, y ahora con el referido a los concejos de Laviana y Alto Nalón, nos muestran una aproximación a las espeluznantes cifras de este genocidio, quedando a la espera de ver muy pronto los libros sobre los concejos de Langreo y San Martin del Rey Aurelio.  

Cualquiera que sea la cifra, lo más importante es que cada una de esas víctimas responde a la vocación aniquiladora de un movimiento subversivo que pretendía ser, en palabras de Queipo de Llano, “un movimiento depurador del pueblo español”, lo que suponía deshacerse de todos aquellos que hubieran intervenido, hasta en el grado más modesto, en los cambios que habían puesto en jaque a todo un sistema de dominación, reeducar a los recuperables y “vigilar que en lo sucesivo no pudiera  volver  a producirse una contaminación ideológica”.

Manuel Fernández y Antón Saavedra en Gijón, el 27 de febrero de 2016

Manuel Fernández y Antón Saavedra en Gijón, el 27 de febrero de 2016

En efecto, la represión física  vino organizada desde arriba, por los militares, pero las víctimas de los pelotones de fusilamiento y los inquilinos de las cárceles los proporcionó la colaboración ciudadana. Los motivos que empujaban a la denuncia y la delación, son numerosos. En primera instancia satisfacían las ansias de venganza de familiares y amigos contra los que consideraban responsables directos o indirectos de la muerte de sus deudos, aunque con mucha frecuencia la denuncia solía responder a viejas rencillas personales o laborales así como al ansia de rapiña sobre los bienes de los vencidos.

La denuncia fue también la consecuencia deseada del terror desatado por el bando rebelde: una delación realizada a tiempo y con cruel resolución podía  evitar  que  la represión terminase  dirigiéndose  contra  uno mismo. El miedo, el ambiente social irrespirable para el vencido y el encanallamiento de las relaciones sociales en la posguerra que el nuevo régimen fue capaz de difundir, llegó hasta el extremo de quebrar convicciones, lazos afectivos y de solidaridad en los vecindarios, que organizaron la propia depuración de su entorno permitiendo así a la justicia militar llegar a donde jamás hubieran podido llegar.

Un número considerable de individuos, para nada limitado a la temida tríada local compuesta por el cura, el alcalde y la guardia civil, selló de esta manera un pacto de sangre con la dictadura que facilitó, junto al botín material obtenido, la cohesión entre los vencedores, dificultando que con el tiempo se impusiera un proyecto reconciliador. La dictadura no fue por tanto el resultado de la expropiación de las libertades y los derechos conquistados por un puñado de militares reaccionarios, ni la represión producto del monopolio de la fuerza y la coerción por parte de militares y policías. Si no comprendemos esto, difícilmente  entenderemos la supervivencia y la consolidación de la dictadura.

A ochenta años del golpe militar ni el Estado ni los diferentes gobiernos han hecho nada serio por llevar algo de   VERDAD, JUSTICIA y REPARACIÓN a las víctimas de aquel genocidio y a sus descendientes, y si han hecho algún movimiento, ha sido por la presión social. Pero los crímenes, que no han prescrito, siguen ahí, a la espera de que llegue el tiempo de que el presente asuma el pasado.

La forma como se desarrolló la transición española y la democracia de baja intensidad a que aquella dio lugar impidió que se investigaran estos hechos que se comentan en los libros documentales de Manuel Fernández, se enjuiciara penalmente a sus autores, se rehabilitara moral y políticamente la memoria de las víctimas y se acometiera la debida reparación a sus familiares. Hoy, la inmensa mayoría de los restos de los desaparecidos se encuentran en fosas comunes a lo largo de toda la geografía española, a la espera de que el Estado español asuma su responsabilidad, ordene las correspondientes exhumaciones e identificaciones de cadáveres, y ponga fin a la situación de olvido y desamparo en que se encuentran las víctimas y sus familiares.

Ni el Parlamento ha tenido la voluntad política de aprobar normas de justicia transicional que satisficieran los derechos a la verdad, justicia y reparación de las víctimas, ni los sucesivos gobiernos han mostrado tampoco ninguna intención de poner en marcha políticas públicas que las sacaran del olvido en que la democracia las instaló. Una actitud que se ha visto corroborada por el poder judicial, cuyos miembros – no pocos de ellos integrantes o herederos de la cultura franquista desde que accedieron al cargo – se niegan a desarrollar los instrumentos que la legislación internacional les suministra para cumplir con los citados principios de VERDAD, JUSTICIA Y REPARACIÓN a las víctimas de graves violaciones de derechos humanos.

Placa de homenaje a los maestros republicanos en la fachada del Colegio Jovellanos de Gijón...

Placa de homenaje a los maestros republicanos en la fachada del Colegio Jovellanos de Gijón…

El pacto de silencio en que se fundamentó la transición supuso la no entrada en la escena política de los desaparecidos, en particular, y de las víctimas de la represión franquista, en general. Asesinatos, detenciones ilegales, torturas, violaciones, robo de niños, expolios, incautaciones de bienes y encarcelamientos injustos, por citar algunas de las más graves violaciones  de derechos humanos cometidas durante la dictadura, fueron olvidadas a la hora de construir las bases del nuevo régimen político.

La aprobación de la ley de memoria histórica que tanta expectación había generado quedó traducida en una gran frustración una vez que se conoció el texto definitivo. Aquel tortuoso procedimiento para su aprobación, después de casi tres años de discusiones, no sólo resultó complicado por el tajante rechazo del PP a la propia existencia de la ley, sino también por la negativa  del PSOE  a incluir en ella aspectos como la anulación de sentencias franquistas o la obligación de los poderes públicos de llevar a cabo las tareas de exhumación de los desaparecidos. Al final del proceso, víctimas y asociaciones sintieron que sus principales reivindicaciones no habían sido incluidas en la ley.

En definitiva, el tratamiento que el Estado español otorga a las desapariciones forzadas no satisface ninguno de los tres derechos que han de presidir las medidas de justicia transicional: VERDAD, JUSTICIA Y REPARACIÓN INTEGRAL, entre otras cuestiones y, sobre todas, porque satisfacer  estos elementos supondría romper  con las bases ideológicas y fundamentadoras de la transición y, por tanto, de la Constitución de 1978. En consecuencia, cualquier reivindicación relacionada con la memoria que pretenda hacer efectivos estos tres derechos – conocer la verdad, enjuiciar penalmente los hechos y dignificar a las víctimas – debe transcender el marco ideológico, político y jurídico de la transición,  o si lo prefieren de la segunda restauración monárquica.

Los desaparecidos son, así pues, un incómodo compañero de viaje del proceso de transición llevado a cabo en España tras la dictadura franquista. Son el símbolo de los costes de la democratización del país. O, mejor dicho, de una expectativa de democratización que hipotecó el régimen nacido a partir de entonces y cuyos efectos negativos se sienten hoy en toda su extensión. Este es el sentido en el que pueden verse los desaparecidos como un símbolo y un síntoma. Por una lado, un símbolo del pasado que la recién instaurada  democracia decidió ocultar y que, como todos los consensos de silencio en torno a los hechos traumáticos, ha terminado por estallar. Y, por otro, un síntoma de una democracia de muy baja intensidad, pues no es otro el calificativo que merece el régimen político consagrado en la Constitución de 1978. Símbolo y síntoma, así pues, de una democracia imperfecta.

Manuel Fernández, autor del libro "LA REPRESION FASCISTA EN LAVIANA Y ALTO NALON" firmando ejemplares de su libro, el 27 de febrero de 2016

Manuel Fernández, autor del libro “LA REPRESION FASCISTA EN LAVIANA Y ALTO NALON” firmando ejemplares de su libro, el 27 de febrero de 2016

Casi cuarenta años después, el régimen nacido de la transición se resquebraja por todos los astiales. La crisis económica de los últimos años ha sacado a la luz algo que y venía larvándose desde hace tiempo: una profunda crisis institucional. Aspectos como la corrupción, la ausencia de democracia interna en los partidos políticos o la inexistencia de mecanismos de control de la labor de los gobernantes y cargos públicos; la falta de mecanismos de participación ciudadana directa en la toma de decisiones en los asuntos públicos; el poder que mercados, banca y empresas del IBEX 35 tienen en la toma de decisiones políticas; la falta de cultura democrática y de respeto a los derechos humanos; la ausencia de pluralidad informativa en los medios de comunicación y el control que las grandes corporaciones tienen sobre ellos; las tensiones irresueltas entre administración central y comunidades autónomas, especialmente Cataluña y Euskadi, y el cada vez menor reconocimiento de las diferentes naciones que coexisten en el Estado español; la posición de favor que ostenta la iglesia católica en la vida pública a través de privilegios fiscales, económicos y educativos; un poder judicial, sobre todo en sus instancias superiores, extremadamente acomodaticio y complaciente con los mandos del poder ejecutivo;  o el deterioro progresivo de los servicios públicos, como la sanidad o la educación, así como derechos tales que el trabajo o la vivienda digna; y así hasta una larga lista de graves problemas  que acechan a la sociedad española y que cuestionan de raíz los calificativos de exitosa y modélica con que se ha venido rodeando a la transición desde sus albores.

Vincular la forma como se hizo la transición con los problemas actuales del sistema político español es una de las reivindicaciones del movimiento de recuperación de la memoria histórica. Y uno de sus grandes aciertos, porque ello evitará que se vuelva a incurrir en los mismos errores en el futuro; en un futuro muy cercano en el que, previsiblemente, cobrará cada vez más fuerza la demanda sobre un cambio de raíz en el sistema político y jurídico.

A través de sus demandas y reivindicaciones, las víctimas del franquismo y del movimiento memorialista anticiparon la crítica de la transición y la búsqueda de un nuevo referente político para la democracia española. Así, la dignificación de las víctimas y la recuperación de la memoria democrática pueden contribuir no solo a rechazar esta democracia de muy baja intensidad que trajo consigo la transición, aportando el conocimiento del pasado como herramienta para comprender las causas y orígenes de los problemas actuales, sino también a la progresiva conformación de un nuevo discurso político basado en la cultura de la democracia participativa, la justicia social y el respeto a los derechos humanos. Un discurso político que era, precisamente, el que propiciaban los desaparecidos.

ANTON SAAVEDRA

 

 

 

 

 

 

 


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