ARTICULO DE ANTON SAAVEDRA PARA EL PORTFOLIO DE LAS FIESTAS DEL NALON DE LADA, EL AÑO 2016
Hacía tiempo que veníamos comentando entre nosotros la necesidad de juntarnos los guajes que vivíamos en la barriada de Lada y alrededores, pero no fue posible hasta que Luisma, Pepín, Marrón y otros pocos, lograron que el pasado 29 de abril de 2016 nos juntaremos 35 de ellos en una comida que celebramos en el Llar de Nel, en La Felguera. Allí, pudimos volver la vista atrás y viajar por unas horas a nuestra niñez, recordando con más nostalgia que tristeza aquellas tardes de juegos que juntos compartimos, recordando a muchos de los que, desgraciadamente, no podrán estar con nosotros, pero que estarán de por vida en nuestro álbum de fotos.
Nosotros, nuestra generación pertenece a la España de la posguerra, donde muchos de nuestros padres vivían en continua zozobra, angustiados cada vez que escuchaban el frenazo de un coche, cada vez que percibían pasos por las escaleras, cada vez que unos nudillos golpeaban las puertas, no en vano estamos hablando de una barriada minero-siderúrgica, auténtica fortaleza del movimiento obrero español, y la cárcel era el destino, incluyendo las torturas y el despido del trabajo de por vida. Nosotros somos de aquella España, en la que “su” Radio Nacional emitía varias veces al día la consigna oficial: “¡Españoles, alerta! ¡La paz no es un reposo cómodo y cobarde frente a la Historia! ¡La sangre de los que cayeron por la Patria no consiente el olvido, la esterilidad ni la traición! ¡Españoles, alerta! ¡España sigue en pie de guerra contra todo enemigo del interior o exterior!
Eran aquellos tiempos, cuando a los guajes se les obligaba a cantar el Cara al Sol y el Prietas las Filas a la entrada y salida de la escuela, en posición de firmes, brazo en alto, mano extendida, en saludo fascista.
La España de aquellos años cuarenta fue, en efecto, una España sedienta y, más aún, hambrienta, pero dejaré a un lado la situación política y social y las secuelas de la guerra incivil que trajo el franquismo como consecuencia del golpe de estado fascista contra el gobierno legítimo de la II REPUBLICA, aunque conviene recordar que esta década constituye, sin lugar a dudas, el período más negativo de nuestra historia reciente.
Nosotros somos aquellos guajes de la década de los cuarenta, los años del racionamiento y el hambre, de la represión más dura, donde comer constituía la principal batalla que se debía superar cada día para soportar los malos tiempos: en los tebeos, Carpanta soñaba con un pollo humeante, pero muchos de nosotros soñábamos con una buena fabada asturiana o un buen chuletón. Los productos racionados no siempre llegaban a las tiendas: con frecuencia se perdían por los vericuetos del mercado negro, y cuando llegaban, las colas eran tan grandes que muchas veces las estanterías ya estaban vacías cuando a uno le tocaba el turno. Y cuando se conseguía, la ración era tan pequeña que resultaba imposible dar de comer a la familia con dignidad, quedando las opciones de acudir al estraperlo, salida que requería una capacidad económica que muy pocas familias se podían permitir. La otra opción fue recurrir a otras fórmulas para intentar al menos engañar al estómago: así nació el sucedáneo, siendo el café, por ejemplo, uno de los productos que encontró múltiples variantes, entre algunas las elaboradas a base de achicoria y malta, obtenida a partir de los granos de cebada convenientemente tostados y molidos.
La gente comíamos lo que podíamos, y las madres hacían auténticos milagros con la escasa comida que había: las legumbres, la patata, el boniato, el tocino y el bacalao fueron los alimentos fundamentales de nuestra época. No era una cocina rica ni variada, y era muy normal que los platos se repitiesen uno y otro día. Comer carne era todo un lujo, y entre las carnes, el pollo, tan frecuente hoy hasta el punto de hacer variar los precios al consumo, llegó a convertirse en un producto que se consumía en contadísimas ocasiones y sólo era habitual en las mesas de quienes tenían el riñón bien cubierto, o en alguna boda, más o menos importante. El jamón, algunos tardaron bastantes años en saber lo que era, pues no se veía ni en los escaparates de las mejores tiendas.
La tan cacareada como falsa “ayuda americana” llegaría a la escuela en forma de leche en polvo y queso. La leche se hacía en una cuba de zinc dándole vueltas con un palo, labor que encargaban los maestros a los alumnos mayores, siendo necesario hacerlo con agua caliente ya que en frio no se disolvía y quedaban unos grumos realmente asquerosos, que no había Dios que lo bebiera. Al salir a recreo nos ponían en fila y nos la echaban en los tazones que llevábamos de casa. Recuerdo perfectamente la leche y el queso que servían en la escuela, una leche en polvo que venía en unos bidones de cartón marrón y llevaba en la base y el remate unos flejes metálicos que lo mantenían sujeto. Del queso tengo muy claro que era amarillento, tirando a naranja, que se sacaba en bloque de unas latas circulares de cinco kilos de color dorado y nos daban un “cachín” por la tarde, aunque también servía, junto con la mantequilla que nunca vimos en la escuela, como “sobresueldo de algún maestro” que se quedaba con varias partidas para venderlo en el “mercado negro” o estraperlo. También recuerdo en mi mente la inscripción sellada en grandes y negras letras en mayúscula: “DONATED BY THE PEOPLE OF THE UNITED STATES OF AMERICA”, aunque más tarde supe que estos envíos de leche, queso y mantequilla eran de asociaciones tipo Cáritas o Unicef, como el caso concreto de la “National Catholic Welfare Conference”, en fin que el TIO SAM de darnos, ni los buenos días.
Era tal la miseria administrada por aquellos miserables franquistas y falangistas que, en muchos casos la comida llegó a constituir una especie de salario, habiendo bastante gente que realizaba trabajos sólo por la comida. Muchas veces se trataba de niñas de nuestra edad que ayudaban a fregar escaleras o portales, cuando no la ropa en el río, a cambio de un pedazo de pan…
Aquella miseria afectaba a todos los ámbitos de la vida cotidiana, porque si el comer para subsistir constituía un reto que no siempre pudo superarse, vestirse con cierta dignidad no fue una tarea menos dificultosa y, a veces, hacer ambas cosas era una misión casi imposible. Nos acordamos de que en las casas se cosía mucho, haciendo con la ropa, al igual que con la comida, verdaderos milagros. Los hermanos menores heredaban la ropa de los mayores, y la ropa se reutilizaba hasta límites insospechados: los abrigos y las chaquetas se volvían, como los cuellos de las camisas; de las partes menos gastadas de las prendas de los adultos se obtenían cortes que servían para los más pequeños. La ropa se zurcía una y otra vez, se cogían los puntos de las medias y se utilizaba cualquier retal para sacar de allí una prenda… Todo se aprovechaba hasta que ya era absolutamente inservible.
En efecto, fueron tiempos de penurias y necesidades, pero también de solidaridades efectivas, no sólo entre las familias de aquella barriada de puertas abiertas sino entre los guajes que salíamos los domingos para ir al cine y más tarde a los guateques, donde el aceite, el azúcar o el pan de una vivienda siempre estaban disponibles para los vecinos: “vete a casa de Oliva y que te llene este vaso de aceite, que mañana se lo devuelvo cuando venga del “conomato”…, y el escaso dinero de que disponíamos los guajes era un dinero al servicio de todos. Es ahí donde forjamos esa amistad que perdura después de tantos años transcurridos y que pretendemos extender a un número mayor de aquellos guajes que, teniendo tan poco, sin embargo fuimos muy felices y nos forjamos nuestro futuro en la vida, alcanzando profesiones de médicos, abogados, ingenieros, aparejadores, sindicalistas, futbolistas, empresarios y, sobre todo, de grandísimos profesionales de la minería, la construcción y la metalurgía. ¡¡¡ TE ESPERAMOS PARA EL PROXIMO AÑO 2017 !!!
ANTON SAAVEDRA