Nací en la localidad asturiana de Moreda de Aller, frente al Pozo minero de San Antonio, el 30 de mayo de 1948, a las 6,40 horas, fruto del matrimonio entre Nicanor Saavedra Fernández y María Luisa Rodríguez Jul. De géminis en el signo del zodiaco, nací tres años después del final de la Segunda Guerra Mundial, pero la paz no había traído la calma porque el mundo se había dividido en dos bloques – el soviético y el yankee -, ambos enzarzados permanentemente en una guerra fría que tenía por escenario el mundo entero.
La llamada “Guerra Fría” había surgido tras los acuerdos de Yalta y Potsdam, y a partir de este momento se origina un orden bipolar en el mundo, orden que se manifestó en el desafío competitivo entre Estados Unidos y la URSS, despegando ambas potencias un discurso mesiánico de control en sus respectivas zonas de influencia. Como resultado de esta bipolaridad, desapareció la flexibilidad del equilibrio del poder. Solo dos superpotencias se oponían entre sí.
En este contexto se llevó a cabo una carrera armamentista en la que la URSS demostró ser altamente competitiva, logrando desarrollar la bomba atómica (que ya había sido creada y probada por los EE.UU.) e incrementó su poderío bélico. Los intereses de las dos potencias, Estados Unidos y la URSS, ambos situados en la periferia, ahora se enfrentaban en el corazón mismo del continente europeo. A nuestro país le habían dejado fuera, porque la dictadura franquista, aunque era fervientemente anticomunista, sin embargo, durante la guerra mundial había apostado y participado en el bando de los ejércitos fascistas, y las llamadas democracias occidentales no le perdonaban su actuación, hasta el extremo de que la ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS (O.N.U.) le había denegado la admisión como país miembro, y los EE.UU. les había dejado fuera del millonario Plan Marshall (European Recovery Program, ERP) diseñado para la reconstrucción de aquellos países de Europa devastados tras la guerra, en el que los Estados Unidos dieron ayudas económicas por valor de unos 13.000 millones de dólares de la época.
Aquel aislamiento del mundo perjudicaba gravemente a nuestra economía que, tras nueve años de posguerra, no acababa de despegar. Tras la guerra, las tierras se convirtieron en tumbas que hacían estériles las semillas del pan, y los senderos del agua se convirtieron en desiertos por donde navegaban, tan sólo, el olor de la pólvora y las lágrimas de tanto entierro. Llegó el hambre… Y para que comieran todos, sobre todo los más pobres, los hombres del gran poder inventaron una colección de cupones dentro de una cartilla a la que llamaron, popularmente la “Cartilla de Racionamiento”.
En términos generales, la cartilla de racionamiento era, ante todo, una ofensa al más humilde porque, al principio de su implantación por Decreto del 14 de mayo de 1939, no había suficiente información para usarla y, lo que era mucho peor, no había dinero para adquirir los alimentos más elementales: pan, aceite, azúcar o sal. Los ricos tenderos, ambiciosos en su gran mayoría, jugaban con su “poder” y robaban de forma continua a los más necesitados: unos gramos de harina por aquí, unos centilitros de aceite por allá y así, permanentemente, con todos los productos, aunque la gente se callaba por temor a las represalias o por miedo al retorno de los tiroteos o a aquellos “paseos” nocturnos que tenían ida pero no vuelta. Una simple amenaza al humilde cliente con denunciarle a la Benemérita o al mismísimo cura de la parroquia eran motivo más que suficiente para que te llevaran al cuartel de la guardia civil de donde, con un poco de suerte, podías salir con el cuerpo coloreado a modo de arco iris.
Recuerdo remotamente algunos de los comentarios de los mayores, de situaciones límite donde se degradaba la condición humana hasta lo inimaginable por el mero hecho de ser del bando “rojo” –los vencidos– o por tener un familiar en la cárcel, a los que ni siquiera se les dotaba de aquella cartilla.
La cartilla de racionamiento, al principio, tenía la potestad de racionar lo poco que llegaba de la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes y, aun así, “sobraban” muchos alimentos en los almacenes de los intermediarios, en las bodegas de los tenderos, en la despensa de los poderosos… Y con aquella “abundancia”, al lado mismo de ella, llegó, de manera vergonzante, el estraperlo, que todavía hacía más difícil la vida de los más humildes, de tal manera que todo el mundo recurría al estraperlo, las clases acomodadas y las clases obreras. Había tan pocos suministros oficiales, que se calcula que había que acudir al mercado negro para conseguir casi el 80 por ciento de lo que se necesitaba para subsistir en cantidad suficiente. La clase obrera acudía a recoger la parte que le tocaba en el racionamiento y después vendían parte de lo que conseguían en el mercado negro, con lo que conseguían dinero para poder comprar en el mercado negro lo que les faltaba.
La necesidad iba descubriendo en cada español a un pícaro, y España entera se hizo de doble fondo. ¿Cuántas judías, cuánto aceite y cuántas planchas de tocino escondía la palabra estraperlo? Cualquier producto encontraba su hueco en la cubierta de una rueda de repuesto, colgando entre las piernas de las mujeres al cobijo de las faldas, durmiendo entre las ropas de un bebé inexistente, en los instrumentos de una banda de música, balanceándose sujeto por ganchos de las ventanillas de los trenes, arrojado en puntos convenidos cerca de las estaciones.
Por aquellos tiempos del estraperlo, los precios alcanzaban precios de verdadero escándalo, hasta el extremo de que un un kilo de azúcar que costaba 1,90 pesetas a precio de tasa, en el mercado negro costaba 20. El aceite para el racionamiento se pagaba a 3,75 el litro y a 30 de estraperlo. A pesar de que una ley de 1941 amenazaba con la pena de muerte a los especuladores, sus efectos fueron radicalmente nulos, y los controles no sirvieron de mucho debido, entre otras cuestiones, a la proliferación de inspectores falsos o sobornables en un país que se había dejado los escrúpulos en la Guerra y falsificaba cartillas de racionamiento, timaba con colectas para parroquias e iba a casa de los encarcelados ofreciéndose a mediar a cambio de dinero. En 1943, se destapó una red que había falsificado 50.000 tarjetas de fumador, 20.000 cartillas de aceite y 30.000 litros en vales de gasolina.
Cuando tuve la oportunidad de comprar una cartilla en el rastro de Gijón y leer en la portada su categoría, me dije que el dueño de la misma debería haber sido una persona humilde, de tercera. Estaba en lo cierto: Los españoles habían sido obligados a realizar una declaración jurada de ingresos, clasificándoles en tres categorías: De primera (los ricos), de segunda (las clases medias), y de tercera (las clases más desfavorecidas). La dictadura franquista dejaba muy claro que también para el hambre hay clases.
Aquella España era un país de peatones y de bicicletas, hasta el punto de que en el año de mi nacimiento sólo había tres vehículos por cada mil habitantes. Los españoles desgastaban mucha suela, pero la escasa piel que circulaba era acaparada por los estraperlistas para fabricar calzado de lujo, por lo que la mayoría debían de conformarse con usar alpargatas o zapatillas con suela de goma, también distribuidas mediante la cartilla de racionamiento… Eran aquellos tiempos en que los taurinos, huérfanos de Manolete, llenaban las plazas de toros de todo el país para ver torear a los Dominguín, los Vázquez o los Ortega, y los aficionados al fútbol, el otro gran espectáculo de masas en la posguerra, tenían su cita en los campos de juego cada domingo. En este año de mi nacimiento, el F.C Barcelona ganaba la liga, con jugadores como Gonzalvo, Basora y su máximo goleador Cesar, y el Sevilla FC se alzaba con la Copa del Generalísimo.
Cuando nací, me contaba mi madre que, en nuestra casa de Moreda lo único que funcionaba con electricidad eran las bombillas. Cinco años después, compramos una radio, que aún conservo de recuerdo, y en los años entrantes de la década de los sesenta adquirimos los primeros electrodomésticos. El televisor y la nevera entraron a la vez, cuando yo tenía catorce años, y la lavadora un poco después. La primera cocina de butano entró en casa hacia los años setenta. Hasta entonces, la cocina de carbón servía de cocina, de horno, de calefacción, para calentar unas pesadas planchas de hierro con las que mi madre nos planchaba la ropa y hasta para calentar la cama por medio de un ladrillo que previamente se calentaba en el horno en aquellos duros inviernos.
Ya en el año 1949, los yankees y los soviéticos seguían con su daca y toma. Si unos fundaban la República Federal de Alemania, los otros hacían lo propio con la República Democrática Alemana. Si unos constituían la OTAN, los otros creaban el PACTO DE VARSOVIA (COMECON), de tal manera que aquella guerra fría amenazaba permanentemente la paz mundial. En nuestro país no había guerra fría, pero la mayoría de la población pasaba frío por falta de electricidad. El país estaba sufriendo un periodo de escasez de lluvias que se prolongaron durante muchos años, quedando bautizado en la historia con la “pertinaz sequía”, a la que se culpaba de todas las carencias que sufría el país. El nivel de los embalses estaba bajo mínimos, lo que ocasionaba restricciones de agua y cortes en el suministro eléctrico que, en algunos lugares, duraban horas y días enteros.
El primero de los grandes problemas energéticos de la posguerra fue la falta de aprovisionamiento de petróleo. Como ha quedado dicho, la dictadura franquista tras la incívica guerra se declaró no beligerante durante la Segunda Guerra Mundial, pero no neutral, ya que participó muy activamente en la guerra mediante la División Azul, amenazó durante un periodo con la invasión de Gibraltar y, lo que resulta aquí más importante, apoyó a la Alemania de Hitler mediante algunas materias primas de importancia estratégica, como era el wolframio. En represalia por este apoyo, los países aliados habían adoptado medidas de presión contra el gobierno franquista, siendo la más contundente y eficaz el control estricto de los suministros de petróleo y sus derivados.
Ante esta situación, quedaría generalizada la instalación de gasógenos, esto es transformadores que, basándose en la combustión de carbón o de otros combustibles producían gas susceptible de ser utilizado como carburante. La necesidad en el incremento del consumo de carbón es lo que explica que el consumo energético aumentara en la postguerra pese a la crisis económica general. Este aumento se producía como consecuencia de una elevación muy significativa de la producción, puesto que las exportaciones se redujeron de forma drástica, hasta el hecho de que la producción carbonera española que había alcanzado su máximo en 1929 al situarse en los 7,7 millones de toneladas, en 1950 ya se producían 12,6 millones de toneladas. Este incremento superior al 50 por ciento vino en parte a compensar la caída de las importaciones, que pasaron de 2 millones de toneladas en 1929 a tan solo 90.000 toneladas en 1945.
Asturias, la mayor productora de carbón en España, había sido uno de los bastiones obreros desde comienzos de siglo, con sindicatos muy sólidamente implantados, habiendo conquistado en gran medida la hegemonía no sólo política sino también social y cultural. Si a ello se añade que, tras la insurrección de octubre del 34, la identificación entre Asturias y la revolución social era un denominador común tanto de la izquierda como de los reaccionarios, con el objetivo de asegurar el control de un colectivo laboral de tan fortísima identidad y antecedentes inequívocos en cuanto a sus querencias políticas, la dictadura franquista procedió a su militarización para asegurar la producción de la única fuente de energía autóctona en aquel país aislado del mundo, y si a ello se añade la actividad del “maquis” por las montañas y los pueblos asturianos, podemos concluir que las cuencas mineras vivimos la posguerra prácticamente bajo una ocupación militar.
Y, aquí, en Asturias, encontró España el combustible para alimentar su caldera económica en tiempos de escasez y autarquía, produciéndose una oleada de inmigrantes extremeños, andaluces y gallegos, entre otros, que ocupaban los barrios y aldeas de Asturias. Familias enteras descendían de los vagones del tren trayendo consigo, en maletas de cartón atadas con cordeles, todo lo que tenían. De los mineros siempre se decía que ganaban mucho, pero la realidad era que solo eran algunos picadores y barrenistas, que trabajaban a destajo, aunque su vida era muy corta. La silicosis, una enfermedad con un final durísimo, era una secuela segura y llegaba muy pronto, consecuencia de las insalubres condiciones del trabajo. Además, la siniestralidad minera era muy alta. Aquel mismo año de 1949, un jueves, 14 de julio, tendría lugar una explosión de grisú provocada por el disparo de un barreno en el pozo María Luisa de Duro Felguera, en la localidad langreana de Ciaño, originando la muerte de 17 mineros.
Mi “güelu” paterno, José SAAVEDRA Zapico “CANTERA”, después de haber sido condenado a muerte, conmutada posteriormente por la cadena perpetua, por su participación activa como dirigente en la revolución del 34 y acérrimo defensor de la legitimidad republicana, también alcanzaba la muerte en un maldito accidente minero en la Mina Victoria, de la localidad allerana de Orillés, el 12 de mayo de 1949, del que orgullosamente recojo literalmente el testimonio de dos personas, tal y como me lo comentaron: “ De regreso al pueblo de Orillés, después de nuestra ruta minera hasta el POZU SAN FERNANDO, nos encontramos con un paisano pa preguntái por si había algún chigre en pueblu. Pero, ¿tú nun yes Antón el de la boína? Sí, soy yo. ¿El fíu de Canor Saavedra?, ¿el sindicalista? Sí, el mismo. ¡ coño, yo yera muy amigu de tú padre y de tú güelu “José Cantera”: “Yo taba a su lado cuando se mató en la mina VICTORIA el 12 de mayo de 1949, a las diez de la mañana, en la capa PEPITA – en la Culata ( capa en retroceso, consecuencia de les concesiones) – del paquete GENERALES, cuando taba levantando una quiebra y se fundió el “minao” encima de él. Saquemoslu a las diez de la noche. ¡ Joder paisano, vaya un memoria privilegiada que tienes! ¿Cómo ye el tú nombre? Llámome Baldomero, pero soy “Mero” pa tos, y esti que ta aquí, con nosotros – Celesto Camblor – taba también muy cerca de tú “güelu” cuando se produjo el accidente. El yera ayudante barrenista y taba “arreando” la guía, y yo yera el camineru. “Tú “güelu”, diznos Celesto, yera un gran minero y una grandísima persona, pero el exceso de confianza lu mató”: “había fecho una “balsuca” al techu para el sostenimiento de la quiebra, pero ésta nun yera suficiente grande y “desbalsiose” el piquete viniendo todo el “minao” encima de él. Aquel día tuvo el ingeniero director, Luis Vendrell, en bocamina, acompañado de Guillermo el capataz, desde el inicio del accidente hasta que lu sacaron muertu a las diez de la noche. Delante del cadáver rezó un padrenuestro en voz alta y dijo: “Acabamos de perder el mejor mineru que teníamos”. El día anterior nos había comentado mientras comíamos el bocadillo: “Toi muy contentu hoy, porque ayer trajome Canor el mi nietu a casa y ye muy guapín”. Esi nietu yera yo y, la verdad, casi se me soltaron les lágrimes, soltaronseme, cuando taba oyendo relatar a estos dos paisanos, Mero y Celesto, les coses de mi “güelu” y de aquel desgraciau accidente mineru. ¡Oye! ¿Pa dónde queda la mina Victoria? ¡ Coño, si acabáis de pasar justo a su lado, pero, claro, ya nun queda más que el sitiu…!”
Por si no fuera suficiente, las cuencas mineras quedaron sembradas de verdaderos “Campos de Concentración” donde los prisioneros republicanos redimían sus penas con el trabajo forzado, tal y como se recoge en los muchos documentos que hasta la fecha habían permanecido ocultos por el poder, pudiendo afirmarse rotundamente que fueron los prisioneros republicanos los que más contribuyeron a “levantar” la España destruida, hasta integrarla en el club de las naciones más industrializadas del mundo.
En realidad, FRANCO se había adelantado con muchos años de antelación a la creación de la primera Empresa de Trabajo Temporal que se implantó en España, creando el denominado FICHERO FISIOTECNICO en el que se recopilaron todo tipo de datos sobre centenares de miles de prisioneros republicanos de toda España, para utilizarlos como esclavos al servicio del Estado franquista en la reconstrucción del país, en unas condiciones laborales y de vida inhumanas, constantemente sometidos a todo tipo de vejaciones y malos tratos, y apenas sin recibir ningún tipo de salario o contraprestación económica, ya que de las DOS PESETAS que percibían en concepto de jornal diario (el jornal de un obrero libre del año 1940 oscilaba entre las siete y las nueve pesetas), una y media se las quedaba el Estado, y los cincuenta céntimos restantes debían servir a los presos para comprarse el calzado, la ropa de trabajo o alguna raída manta y enviar lo que le sobraba a la famélica familia, la cual había sido también represaliada y desprovista por los sublevados de toda suerte de ingresos en aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas.
Efectivamente, fueron los prisioneros republicanos los que construyeron las grandes obras hidráulicas del país; los que reconstruyeron los pueblos y ciudades de España; los ferrocarriles, aeropuertos y carreteras; las iglesias, catedrales y conventos; pero, por encima de todo y todos, fueron los mineros asturianos los que más contribuyeron a esa enorme labor con la extracción del carbón, tan fundamental para mover la industria a la vez que paliar la terrible hambruna existente en España, con los miles de prisioneros republicanos destinados a los Destacamentos Penales de los Pozos Fondón, San Mamés, Mosquitera, o Carbones Asturianos, entre otras muchas explotaciones.
Eran aquellos tiempos, cuando un silencioso grito subversivo era «menos Franco y más pan blanco», en alusión a la abrumadora presencia del Caudillo por la Gracia de Dios en todas partes, en forma de retratos, afiches o grabados, en las escuelas, chigres o los sobres de las cartas de correo, y a la malísima calidad de aquel pan negro que marcaban los cupones de la cartilla de racionamiento.