Nadie podrá negar que la memoria de la infancia en la posguerra haya sido amarga, pero no todas las experiencias infantiles son desagradables, sobre todo cuando se ha tenido la suerte de vivir temporadas con la “güela”, tías y tíos en una aldea, en permanente contacto con la naturaleza y con los animales, como ha sido mi caso concreto entre los dos y casi cinco años de edad.
Mi “güela” Mercedes, que se había quedado viuda de la mina, vivía en la aldea allerana de “Pumar de Nuño”, con cuatro de sus diez hijos habidos en el matrimonio (dos de los cuales habían fallecido a los pocos días de nacer): Juan José, Corina, Cedes y Tino Saavedra Fernández, y allí pasé momentos muy felices de mi vida, junto con mi primo Luis Angel.
No se puede decir que en la aldea se vivía en la opulencia, porque los víveres escaseaban en todo el territorio español, pero eran más afortunados aquellos que, al vivir fuera de las ciudades, poseían algún terreno en el que se podían cultivar alimentos y, por eso, en estos sitios se pasó menos necesidad, como era nuestro caso concreto. Se comía de lo que se obtenía de los animales – me acuerdo de las dos vacas que tenía mi “güela” (la Rubia y la Barrosa), había ovejas y un castrón, gallinas, conejos, dos cerdos, y hasta un burro -, y del campo, donde se sembraba maíz, patatas, fabes, verduras, y con eso se podían mantener muchas familias. También los árboles daban mucha ganancia: de ellos traían la madera que servía para calentarse y cocinar, la fruta y especialmente las castañas pues con ellas se podían hacer harinas, y alguna vez nos hacían algún bollu preñau con pan del horno que tenía un sabor especial. En la casa no había agua ni electricidad. Se alumbraba con velas y candiles, íbamos a hacer nuestras necesidades a la caleya, nos bañaban todos los días en un balde muy grande de metal con el agua que traían de uno de los manantiales que había junto la casa y que se calentaba en la caldera de la cocina de carbón. Además, los veranos me los pasaba en el puerto allerano del Rasón, en Santibañez de Murias, a donde subíamos con el ganado y víveres para más de dos meses. Aquellas jornadas por el puerto eran, lisa y llanamente, indescriptibles.
Tampoco teníamos juguetes comerciales, pero mi tío Tino, que tenía catorce o quince años, y todavía no había empezado a trabajar en la mina, donde estaban todos los hermanos mayores, sabía hacer de todo, encargándose de fabricarnos arcos con sus flechas, “gomeros”, espadas, y todo tipo de artilugios para el entretenimiento, como aquel plano que nos montó en el terraplén que había en un lateral de la casa, a modo de réplica del que había en la empresa minera “Sociedad Industrial Asturiana”, todo él a base de latas vacías de la conserva, enlazadas entre sí con cuerdas, dedicándonos a hacer el mismo trabajo que veíamos en la mina, esto es a subir y bajar la tierra en las latas a base de una manivela atravesada en un bote grande que hacía las veces de sala de máquinas.
Pero no todo eran juegos, también teníamos nuestro horario de escuela, con nuestra maestra particular, mi tía Corina, con la que agoté todos los “Rayas” de la editorial Alvarez, aprendiendo a leer, escribir, sumar y restar bastante cuando me tuve que incorporar obligatoriamente a las escuelas nacionales de la localidad langreana de Lada, situadas en los bajos que Celsín “el vinoteru” tenía en la carreterilla, junto al desaparecido cine, posteriormente ambulatorio de la seguridad social, no sin antes vivir otro de los momentos más tristes de la época: la muerte de mi tío Angel, el 7 de abril de 1954, en un accidente minero ocurrido en el Pozo Fondón de Sama de Langreo, hermano mayor de mi padre, y padre de mi primo Luis Angel. La noticia nos vino mientras estábamos en el “prau del Argomalón” , en “Pumar de Nuño”, lindiando les vaques. Nos fueron a buscar, y nada suponíamos que se trataba de aquella desgracia, pero las caras tristes de mis tías me decían que algo muy grave había ocurrido, como así supimos a los pocos días.
En efecto, mi padre que estaba considerado uno de los mejores picadores de carbón en la zona – por aquella época, los picadores buenos de carbón se fichaban igual que ahora los futbolistas -, se había trasladado en enero de 1952 a trabajar en el Pozo Fondón de la empresa Duro-Felguera, en el concejo de Langreo, donde se ganaba casi el doble que en las minas de Aller, y al año siguiente, esto es en 1953, toda la familia (mi madre, mi hermana Cheres y yo) nos trasladamos a vivir a la barriada minera de Lada, y ese mismo año comienza mi experiencia escolar, en donde recibo la primera hostia del maestro Don Hipólito, el segundo día de mi asistencia a clase. El motivo fue que yo había llevado los deberes hechos correctamente, pero él se extrañaba que siendo el primer día que asistía a una escuela los llevara todos perfectos y bien escritos, empeñándose en que me los habían hecho mis padres, incluso llamándome mentiroso a la vez que se mofaba conmigo para que fuera objeto de ciertas risas por parte de los otros “guajes” de la clase.
Por fín, se producía la gran noticia de este año 1952, la más esperada: las cartillas de racionamiento quedaban suprimidas, lo que significaba poder comprar libremente pan, carne, aceite y otros productos de primera necesidad. Ya no eran tan necesarios los estraperlistas. El final del racionamiento empezaba a notarse y, poco a poco, en la despensa iban apareciendo productos cuyo nombre solo conocíamos por haberlos oído en los anuncios de la radio, productos que antes nos parecían entes de ficción, como “las vacas que daban leche merengada, tolón, tolón”, o “aquel negrito del Africa tropical, que cultivando cantaba la canción del Cola Cao”.
La dictadura franquista cada vez recibía más apoyos del exterior, cada vez estaba menos aislada, y el número de turistas superaba ampliamente el millón. Así llegamos al año 1953, cuando Edmund Percival y Tenzing Norgay conquistaban la cima del Everest, de tal manera que si el hombre alcanzaba las más altas cumbres del planeta, España ascendía desde las más profundas simas del aislamiento al techo del mundo. De esa manera, se firmaba un pacto con los EE.UU. para formalizar un acuerdo militar que suponía la construcción de las bases militares de Morón de la Frontera, Torrejón de Ardoz y Rota, y una ayuda económica a nuestro país. Otro de los acuerdos, este mismo año, fue el establecido con la Santa Sede que establecía el Concordato que consagraba la religión Católica Apostólica Romana como la única del Estado. Un acuerdo que eximía a la Iglesia del pago de impuestos y contribuciones a la vez que le otorgaba un papel principal en los diferentes niveles de educación.
La tan cacareada como falsa “ayuda americana” llegaría a la escuela en forma de leche en polvo y queso. La leche se hacía en una cuba de zinc dándole vueltas con un palo, labor que encargaban los maestros a los alumnos mayores, siendo necesario hacerlo con agua caliente ya que en frío no se disolvía y quedaban unos grumos realmente asquerosos, que no había Dios que lo bebiera. Al salir a recreo nos ponían en fila y nos la echaban en los tazones que llevábamos de casa.
Recuerdo perfectamente la leche y el queso que servían en la escuela, una leche en polvo que venía en unos bidones de cartón marrón y llevaba en la base y el remate unos flejes metálicos que lo mantenían sujeto. Del queso tengo muy claro que era amarillento, tirando a naranja, que se sacaba en bloque de unas latas circulares de cinco kilos de color dorado y nos daban un “cachín” por la tarde, aunque también servía, junto con la mantequilla que nunca vimos en la escuela, como “sobresueldo de algún maestro” que se quedaba con varias partidas para venderlo en el “mercado negro” o estraperlo. Tengo grabado en mi mente el recuerdo de la inscripción sellada en grandes y negras letras en mayúscula: “DONATED BY THE PEOPLE OF THE UNITED STATES OF AMERICA”, aunque más tarde supe que estos envíos de leche, queso y mantequilla eran de asociaciones tipo Cáritas o Unicef, como el caso concreto de la “National Catholic Welfare Conference”, en fin que el TIO SAM de darnos, ni los buenos días.
También recuerdo uno de los acontecimientos más importantes en la escuela, que se repetía con cierta periocidad, como era la visita del inspector. Desde días antes, teníamos que limpiar la escuela y sus alrededores, y ese día teníamos que ir vestidos con la ropa de los domingos. El inspector entraba en la clase, nos miraba como quien pasa revista a un ejército, echaba una mirada a los cuadernos y labores de los mejores alumnos, donde casi siempre se encontraba el mío, que el maestro había seleccionado previamente, y se iba al cuarto de hora aproximadamente.
Estamos en el año 1950, cuando se armó la de Dios es Cristo en Corea: EE.UU. acudió en ayuda de Corea del Sur, y China se puso de parte de Corea del Norte, con el resultado de dos millones de muertos en aquella guerra que se prolongó durante tres años (1950-1953). Sin embargo, el recrudecimiento de la Guerra Fría le había venido como anillo al dedo a España. Como dice el refrán popular: “A río revuelto, ganancia de pescadores”, y Franco era un consumado pescador, como se encargaba de recordarnos todos los domingos el NODO en el cine, de tal manera que su anticomunismo pesó mucho más que su falta de democracia, y la ONU revocaba el acuerdo de 1946 que condenaba la dictadura franquista. De esa manera, el 14 de diciembre de 1955, la Asamblea General de la ONU admitía a 16 nuevos países, entre los que se encontraba España que, por orden alfabético a la hora de ingresar, se convertía en el miembro número sesenta y cinco.
Poco a poco, comenzaron a llegar a España embajadores y dólares, pero el personaje de aquel año fue el futbolista Zarra, el nombre por el que se conocía al futbolista vasco Telmo Zarraonandía. Se habían celebrado el Campeonato Mundial de Fútbol de Brasil, y el delantero de la selección marcaba el gol que eliminaba, nada más y nada menos, que a la selección inglesa. Un gol que fue más que un gol, fue una venganza por la afrenta de Gibraltar, y hasta el mismísimo Franco enviaba un telegrama de agradecimiento al capitán y los jugadores: «Al terminar la retrasmisión con que seguí el emocionante encuentro y brillantísimo triunfo, os envío mi entusiasta felicitación por vuestra técnica y coraje en defensa de nuestros colores. ¡Arriba España!».
La victoria del franquismo tras el golpe militar fascista contra la legitimidad de un gobierno democrático había supuesto una brutal ruptura con las reformas pedagógicas iniciadas durante la II República tendentes a generalizar un modelo educativo liberal. La escuela franquista estaba fuertemente ideologizada y se basaba en dos pilares fundamentales: Dios y Patria, donde el laicismo quedaba sustituido por un sistema confesional católico forzoso que impregnaba toda la vida del alumno dentro y fuera de la escuela. También debía impregnarse la mente del niño de un intenso patriotismo: cantos, himnos, subida de la bandera… Y todo ello exaltando los valores castrenses de la nueva España: disciplina, valor, jerarquía, sacrificio, servicio…, donde los maestros y maestras debían estar al servicio de esa ideología fascista, adecuando su pedagogía a las necesidades de esa escuela y de esa Patria a la que sirve, y siempre bajo una fuerte disciplina en el aula, basada en el principio de autoridad del maestro, donde siempre prevalecían los valores religiosos y patrióticos sobre los científicos. Los castigos físicos eran el recurso habitual para provocar el cambio de comportamiento, y la falta de respeto, la indisciplina o la desobediencia se “curaban” a hostias, estacazos y, en bastantes ocasiones, a “maizazos” lanzados desde un “gomeru” o tirachinas, caso concreto del maestro Jesús Barrio, un sujeto que acabaría siendo entrenador del Sporting de Gijón.
En la segunda mitad del año 1936, poco después del comienzo de la incívica guerra, y el año 1943 se había producido en España la depuración sistemática e implacable del profesorado en todos los niveles educativos. Con ello, la dictadura se proponía como objetivo eliminar los valores democráticos y progresistas, obtenidos a lo largo de la historia e imponer los valores nacionales y católicos, caracterizado por una combinación de fascismo a la española con las ideologías.
Sin duda alguna, el colectivo más castigado por la represión franquista fue el de los maestros de la república, porque se les consideraba responsables de haber inoculado en la sociedad y en las mentes juveniles el virus republicano, y si no se acababa de raíz con aquellos maestros de espíritu republicano, al nuevo régimen se le podía ir de las manos la política del nacionalcatolicismo que pretendía imponer… Y lo consiguieron, instalando en las escuelas y en las familias de los maestros un verdadero terror, hasta el extremo de que los que no fueron fusilados tras el levantamiento militar pasaron en su exilio interior la más terrible purga profesional, hasta la cifra de 60.000 maestros depurados, de una manera u otra.
Aquel sistema también había suprimido la educación mixta separando a los alumnos de las alumnas en aulas diferentes alegando razones de orden moral, porque a las niñas había que educarlas “en la feminidad rotunda” que las condenaba a una posición subordinada en la sociedad, tal y como reconocía la mismísima jefa de la Sección Femenina, Pilar Primo de Rivera, cuando afirmaba que “Las mujeres nunca descubren nada; les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer nada más que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos dan hecho”.
Me acuerdo de toda la parafernalia fascista cuando acudió el Gobernador Civil de Asturias, Francisco Labadie Otermín, a la inauguración de las nuevas y actuales Escuelas Nacionales de Lada, con los típicos desfiles y cánticos falangistas. Allí, en el patio se habían plantado eucaliptos, entre otras especies arbóreas, y en cierta ocasión, estando jugando en el recreo de la mañana, me lancé a lo tarzán sobre uno de los árboles, con tal mala suerte que se rompió, de tal manera que para que no nos castigasen a todos los guajes del grupo, tuve que delatarme a mí mismo, siendo llamado por el director Don Nicolás “Coleto” que me mandó entrar en la sala de la emisora del centro, quitarme la camisa, y recibir un montón de varicazos con una blima de las que rodeaban el centro, dejándome la espalda como una cebra.
En aquella ocasión, por temor a que la cosa fuera peor, no dije nada en casa, pero a la hora de comer, mi madre me vio las heridas que me salían por el cuello, preguntándome de que habían sido: “de jugar, mama, de qué va ser coño”, pero me levantó la camisa y al ver como tenía la espalda, no tuve más remedio que contarle todo como había ocurrido. Hasta que no venga tú padre del trabajo no vas a la escuela, me dijo. Aquel día llegaría hacía las cinco de la tarde mí padre, y después de explicarle los hechos como habían ocurrido, sin ni siquiera sentarse a comer, nos fuimos los dos para la escuela para hablar con el falangista director: ¡¡¡madre mía, la que se armó allí!!! “Yo traigo el guaje aquí para aprender, no para que lo masacréis de esta manera salvaje. ¿no os parece suficiente con lo que ya hicisteis con mi padre y mi familia?”, fueron algunas de las palabras pronunciadas por mi padre, sin que aquel energúmeno dijera ni palabra, pálido como estaba, mientras yo permanecía agarrado a su pantalón, pensando para mí que estaba ante mi héroe, como así fue de por vida. Aquel día, fue mi último día de clase en las escuelas públicas, pasando a la escuela particular de Elenita García Torre, en Lada, donde cursé hasta el ingreso de bachiller, examinándome a la edad de diez años en el Instituto de Sama de Langreo.
Aquel día, fue uno de los más felices de mi padre y me llevaron a comer al Bar Langreo (“Los Guajes”), en Sama de Langreo: él y su íntimo amigo Baltasarón – uno de los grandes picadores del Pozo Fondón, amigo de la familia, que me había llevado al exámen, porque mi padre no salía de la mina hasta la una de la tarde -, y me compró un balón de goma en El Colmado de Sama, como premio a mi ingreso en el bachillerato. Aquello era la ostia, acostumbrados a jugar al fútbol hasta con pelotas de trapo y periódicos amarrados con cuerdas, por fin, ya teníamos balón los guajes de la calle C de la barriada de Lada, un balón que nos duró hasta que Pepín “el zapateru” quedó sin espacios donde poner un parche más para cubrir los pinchazos que se producían, un día sí y otro también.
Aquel mismo año, comenzaba a realizar el bachillerato en la Academia Mercantil de La Felguera, conocida popularmente por el nombre de “El Frailín”, examinándonos por libre en el Instituto Jovellanos de Gijón. Una academia, cuya principal virtud era aprender las lecciones a “estacazu limpiu”, hasta que tuvo lugar la inauguración en 1963 del Instituto de Enseñanza “Jerónimo González”, en Sama de Langreo, donde acabé los estudios del bachillerato, y ahí acabó mi primera fase de los estudios realizados, entre otras cuestiones, porque yo no quería seguir estudiando, quería trabajar, y a encontrar trabajo me fui, no sin antes realizar una formación profesional de ajustador en la escuela de La Coruña.