5 de junio
Hoy, cuando se cumplen 83 días de mi arresto domiciliario, ha sido otro día movidito, de esos donde los sectarios partidistas y todo un ejército de jenízaros han aprovechado para insultar y descalificar por las redes al autor de este diario porque no le baila el agua ni al gobierno de España ni a maría santísima, en este caso concreto, la mayoría pertenecientes a lo que queda de la organización de Podemos. Sí, he dicho muy claramente lo que queda de Podemos, porque hoy ya es una “fuerza política irrelevante” que camina cuesta abajo y sin frenos hacia el abismo político, principalmente porque se han dejado coaccionar, por mucho que su máximo dirigente siga afirmando que el “gobierno de Coalición” que comparte con el PSOE no procederá a aplicar recortes sociales.
Quizá no haya recortes ahora, pero estos vendrán a muy corto plazo, cuando el gobierno se vea forzado a introducir la austeridad a los mismos niveles que Grecia durante la anterior crisis, pero sosiéguense, por favor, porque “no ofende quien quiere, sino quien puede”, reza sabiamente el refrán.
Sólo quien haya militado en un partido, como ha sido mi caso concreto, alcanza a imaginar la fuerza embaucadora que puede llegar a tener la vida de un sectario o jenízaro partidista. Sí, sólo quien sabe lo difícil que es pensar con autonomía en las organizaciones partidistas está en condiciones de captar lo pernicioso que puede llegar a ser el patriotismo de partido.
Y es que ese patriotismo funciona como un filtro en el que los partidos tratan de adaptar a su discurso oficial todas las que llegan a sus miembros. Ahí reside la pavorosa eficacia del sectarismo de partido. Sus víctimas actúan siempre convencidas de que los sectarios son los otros, porque el sectario nunca se reconoce como tal. Por el contrario, piensa que la suya es la posición correcta y razonable, frente a las de los demás, que actúan, según él, movidos por impulsos inconfesables y defienden intereses espurios, frente al justo interés que cada uno cree defender.
Ocurre, sin embargo, que sólo una pequeña parte de los ciudadanos militan en partidos en las sociedades llamadas democráticas; y ocurre, en consecuencia, que, sino todos, sí un número importante de quienes no tenemos esa militancia partidista ahora sabemos ya por experiencia que el sectarismo se extiende, sin excepción, a diestro y a siniestro. En el caso de la Covid-19 todos los partidos, están persuadidos de estar haciendo lo correcto y de que sus opositores respectivos actúan movidos sólo por inconfesables intereses de partido.
Mientras, los ciudadanos y ciudadanas de este país seguimos contemplando atónitos, la incapacidad de todos ellos para llegar a acuerdos exigidos por el sentido común y la decencia en el asunto más grave acontecido en España, después de la guerra incivil, como es la covid-19 que, al día de hoy lleva 27.134 muertos y 240.978 infectados.
Este ha sido el tema de discusión, después de poner en duda las cifras oficiales de muertos e infectados que viene facilitando el ministerio de Sanidad, cuando este, después de modificar en siete ocasiones sus parámetros reconoce el número de muertos reflejados al día de hoy, 5 de junio, mientras la Organización Mundial de la Salud (OMS) la eleva en más de 3.000 y el sistema de vigilancia de la mortalidad diaria (MoMo) estima en un amplio y detallado informe que las muertes provocadas por la covid-19 eran 43.000, esto es, 5.000 muertos menos que la cifra calculada por el Instituto Nacional de Estadística (INE). Lógicamente, nada me he inventado en mi diario, limitándome siempre a trabajar con las cifras oficiales del ministerio de Sanidad que ya me parecen de una magnitud colosal, pero manifestando muy claramente, en voz alta y con los pies pegados al terreno, por mucho que me digan esos sectarios partidistas que estoy cayendo muy bajo (igual acabo en el infierno), que existe un desfase que, además de ser un desprecio a las víctimas, hunde aún más la credibilidad de las autoridades sanitarias españolas. Incluso hasta el Financial Times, al que tantas veces recurre el gobierno cuando habla de algo que les favorece, ha dejado en evidencia al gobierno por este asunto. El mismísimo presiente del Gobierno, durante su comparecencia parlamentaria para imponer la sexta prórroga del estado de alarma, celebraba como todo “un éxito” colectivo el que no se hubiera registrado ningún fallecido aquel día, cuando varias comunidades seguían reportando muertos por la covid-19, caso concreto de Asturias con nueve muertos más que, por cierto, al día de hoy todavía siguen sin contabilizar en el computo general del ministerio de Sanidad.
Pero ahí lo dejo, siguiendo sin comprender a gente que, tal parece no darse cuenta de la magnitud de las cifras que tenemos en los registros civiles para seguir defendiendo como la gran gestión sanitaria del gobierno, recurriendo al insulto y la descalificación a los que afirmamos y seguimos afirmando que se trata de una situación a la que hemos llegado por negligencia e irresponsabilidad, tanto del gobierno central, comunidades autónomas y la oposición carroñera, todos con la mente puesta en la rentabilidad electoral que pueden sacar de los muertos.
Ocurre, lisa y llanamente, que el sectarismo de partido impide ver a quienes están en primera fila lo que vemos con claridad los que contemplamos la función desde el confinamiento por el estado de alarma. Quizá parezca increíble. Pero es lógico. Estos días en que el Congreso se mueve, uno no puede dejar de mirar al Hemiciclo, donde los sectarios se amorran con sus máscaras ante la verborrea vacía, nimia y vergonzante de un líder que todavía posee la potestad exorbitante de arrogarse prácticamente cualquier función, como, por ejemplo, el sinsentido democrático de poder regañar a alguien de los suyos por haberse expresado en términos contrarios a alguna directriz del partido.
De todas las penas que ofrecen los partidos políticos actuales, la que más cabizbajo deja es la que siente uno al ver aplaudir o festejar a un diputado la idiotez de turno de otro compañero de partido. Porque uno puede creerse que, como en todo, puede haber gente en el partido a la que tal idiotez hace gracia. Yo me supongo que la cosa debe ser cosa de billetes. Debe ser que el sentimiento puede todavía a la razón, y que hoy por ti y mañana por mí; que cómo no voy a meter en mi lista a aquél que aquella vez habló bien de mí, o cómo no voy a dar un cargo a este otro que puso dinero en mi campaña.
Siempre hay trabajo para el afín a las siglas, el escudero del partido, el que apoyó tu candidatura en un congreso, el que te hizo un favor político o te ayudó a traicionar al rival político cuando más lo necesitabas.
Por ese motivo, los que gobiernan el país sólo se librarán de la presunción de culpabilidad cuando aprendan a separar el grano de la paja; la relación personal del mérito político con la responsabilidad que el sentido común exige para gobernar un país desde la decencia. Lo que está por ver es si esa responsabilidad es posible en el sistema actual, donde la estructura de partidos es cada vez más decadente, impidiendo el desarrollo de la personalidad, cercenando la creatividad y obligando a una estructura cuartelaria de disciplinas absurdas. Dicho de otra manera, por si esos sectarios y jenízaros partidistas que funcionan a golpe de consigna no son capaces de comprender porque no les interesa. De las muchas indignidades que viene padeciendo el contribuyente español, quizá ninguna sea más irritante que la de ver cómo sus impuestos sostienen una gigantesca agencia de colocación que permite dar cobijo a miles de políticos, familiares y amiguetes “pastiando” de los presupuestos en los distintos organismos de la administración y chiringuitos creados “ad hoc” con salarios que, en absoluto se parecen en nada al Ingreso Mínimo Vital, que veremos como acaba.
Nada ha cambiado. Lo que se nos ha venido vendiendo como la nueva política, es de facto una añadidura de siglas al tablero político que, si bien han traído nuevas estrategias comunicativas y que se adaptan, no mejor, sino más a la gente, de ningún modo han virado el timón de la base fundamental para hacer política en un Estado ya resignado moralmente a la putrefacción: los valores.
Sin embargo, estar radicalmente en contra del sectarismo partidista en absoluto significa, desde mi punto de vista, estar en contra del intercambio de ideas, ni de la enmienda crítica, ni del escrutinio a la acción de un gobierno, entre otras cuestiones, porque ello significaría estar en contra de elementos que constituyen aquello que se manifestaba en las plazas el 15-M cuando se gritaba “lo llaman democracia y no lo es”, a la vez que implicaría adoptar posiciones dóciles e ignorantes ante el poder y la política institucional. No. Estar en contra del sectarismo partidista significa oponerse al uso de las estrategias comunicativas que simplifican y distorsionan conscientemente la realidad para sacar rédito político, económico o electoral.
Una práctica tan extendida como corrosiva, tan propia de la era digital y tan común en estos tiempos de crisis que estamos viviendo. Unas estrategias de difamación que se explican sólo bajo la premisa de que a quien emite este mensaje le importa más ver aumentar su proyección electoral que ver disminuir la curva de contagios por Covid-19, tal y como ha quedado dicho a lo largo de mis diarios. Lo único bueno es que estos mensajes y sus voceros son fácilmente reconocibles, salvo los que se esconde en cientos de cuentas fake al servicio partidista, que solo sirven para suplir la falta de argumentos por exabruptos ideológicos; se identifican nítidamente con una posición convertida en dogma y hacen girar las circunstancias para que coincidan con ellos y, lo peor, recurriendo al miedo de que viene la derecha, como si ellos estuvieran haciendo políticas de izquierda, cuando no están sino al servicio del neoliberalismo, hasta el punto de que si a uno la da por reivindicar un modelo centralizado, republicano y jacobino de nación política, dado el desastre organizativo y las diferencias existentes entre las distintas autonomías, trátese de los privilegios fiscales de que disfrutan vascos y navarros, por ejemplo, mientras otras, como Asturias, están todo el día camino de Madrid para “miagar” alguna mísera limosna, por la desigualdad electoral debida a la Ley D’Hont, o trátese del conflicto catalán, o por el mantenimiento de la diversidad cultural, enseguida saltan los sectarios partidistas y jenízaros diciendo: ¡ joder, pero si eso es lo que piden los voxmitivos ¡
Por cierto, hablando del llamado conflicto catalán, me viene a la memoria el grave asunto de la Nissan, donde tanto los llamados independentistas catalanes como el gobierno de España, concretamente su vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, me han sorprendido cuando les escucho la última ocurrencia consistente en requerir la nacionalización de Nissan. Nada más y nada menos que una multinacional japonesa.
El primero en lanzarse a la piscina ha sido el portavoz de Esquerra Republicana y, como se trata de nacionalizar, habría que preguntarle a cuál de las naciones se refiere, si a la española o a la catalana. Puestos a soñar empresas imperiales es posible que esté dispuesto a proponer también la invasión por la grandiosa nación catalana de Japón y su anexión posterior como colonia. Reinventando la historia, puede llegar a descubrir que, en algún momento, el imperio del sol naciente y otros similares pertenecieron al condado de Barcelona.
El portavoz de ERC en el Congreso de los Diputados habla de ceder la fábrica en régimen de cooperativa a los trabajadores. Menudo regalo. Debe de pensar que las multinacionales del sector de la automoción se reproducen, como las estrellas de mar, por arquitomía. De un solo brazo fragmentado puede salir un individuo completo. Rufián cree que de una fábrica abandonada podemos extraer por la fuerza y la virtualidad del independentismo una Nissan pequeñita lista para mantener el empleo de 23.000 trabajadores, producir los coches más ecológicos del mundo y al precio más atractivo. Por supuesto, sin que importen el capital del que se disponga, las patentes, las marcas y la tecnología con la que se cuenta, el nicho que se posee en el mercado y los canales de distribución, y todo ello en uno de los sectores más competitivos del mundo, aunque al mismo tiempo de los más concentrados y en el que las economías de escala son fundamentales.
Lo que más me sorprendió es como el vicepresidente segundo del gobierno, una de las cabezas mejor amuebladas de la política española, afirma que, de acuerdo con la Constitución española, las nacionalizaciones son perfectamente posibles. No cabe ninguna duda, pero lo que hace falta es que sean también posibles desde el punto de vista económico y, sobre todo, que sean convenientes, además de estar hablando de una multinacional japonesa que, lógicamente tiene sus dueños en Japón.
Nadie duda que el franquismo fue adalid en esto de nacionalizar, convirtiendo al sector público en la cloaca del sector privado. Como buena dictadura populista, se hacía cargo de empresas en pérdidas para evitar la quiebra y la consiguiente conflictividad laboral, caso concreto de Hunosa nacionalizada en 1967 por el franquismo, cuando la realidad de Hunosa fue una socialización de pérdidas y una privatización de las ganancias, muchas ganancias, principalmente obtenidas en la transformación del carbón en energía a bocamina y en las coquerías para las siderurgias. En los años que llevamos de esta llamada democracia el bipartidismo PPSOE, se han dedicado más a privatizar que a nacionalizar. Así nos hemos quedado sin todas aquellas empresas públicas que eran rentables. Las nacionalizaciones, por el contrario, cuando han existido, siempre han estado orientadas a asumir pérdidas. Un caso que sin duda viene a cuento señalar por la semejanza que guarda con la actual situación de Nissan fue la nacionalización en 1994 por la Junta de Andalucía de la factoría de Linares, tras su abandono por la multinacional Suzuki, constituyendo un agujero sin fondo en el que enterrar dinero público tanto de la Junta como del Estado, hasta que se terminó cerrando en 2011.
En principio, no solo las nacionalizaciones, sino en general todo lo que se denomina ayudas de Estado, están proscritas en la Unión Europea. Aunque siempre ha habido excepciones, como por ejemplo la de las entidades financieras, sobre todo si afecta a los países miembros más importantes, como Alemania. En este momento, con la crisis del coronavirus se ha abierto la veda. La Comisión Europea lleva ya autorizadas toda clase de ayudas por importe de dos billones de euros, de los que más de la mitad corresponden al país germánico. Me temo que ese plan de reactivación pendiente de aprobar que tanto ruido está metiendo vaya dirigido principalmente a este cometido,
Es seguro que las prestaciones a fondo perdido, desmesuradamente esperadas, no se orientarán ni a pagar ese Ingreso Mínimo Vital del que el Gobierno alardea ni a incrementar las prestaciones de desempleo a los parados – el SURE concede simplemente préstamos -, y tampoco se encaminarán a potenciar y aumentar el equipamiento sanitario; las ayudas a esta finalidad se van a instrumentar mediante el MEDE cuya finalidad consiste exclusivamente en conceder créditos. El incremento de todos estos gastos, junto con el inevitable descenso de la recaudación fiscal, va a incidir sobre el ya abultado nivel de nuestro endeudamiento público, aumentando aún más nuestra vulnerabilidad financiera y fiscal sin que podamos esperar mucho de la Unión Europea.
Buenas noches y hasta mañana. Salud y República