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PACTO DE TOLEDO

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Que después de cuatro años, se supone que de trabajo, sus señorías miembros de la Comisión del Pacto de Toledo no hayan podido alumbrar otra cosa que ese documento de preacuerdo con el que nos han sorprendido la semana pasada sólo puede significar una alarmante falta de ideas o que a la hora de reformar y legislar haya pesado más la repercusión electoral – casi diez millones de los votos son pensionistas y jubilados –  que el habilitar soluciones rigurosas y eficaces para uno de los problemas más importantes que tiene planteado el Estado español.

En un primer análisis crítico de su contenido, al contrario de lo que hacen los medios convencionales de prensa, conviene resaltar que, el acuerdo no deroga la ley de 2011 del gobierno Zapatero, apoyada por CC.OO. y U.G.T., ni la del PP de 2013, aunque algunos aspectos sustanciales de esta última sí se modifican al desaparecer el factor de sostenibilidad. Es decir, la edad de jubilación ordinaria seguirá siendo la de los 67 años del año 2011, y el cálculo de la pensión se hará en base a 25 años cotizados, lo que supone que, para el año 2022, cuando concluya su aplicación, la bajada estimada de la pensión inicial habrá sido de un 30%, a la vez que se penalizará todavía más la jubilación anticipada, con el objetivo de forzar el retraso de la edad efectiva de jubilación, aproximándola a la legal. Y, lo más inquietante, que la mayoría de las pensiones – en torno al 60% -, seguirán sin alcanzar el Salario Mínimo Interprofesional y menos todavía los 1084 euros que establece la Carta Social Europea, ni mucho menos se reduce la brecha de género.

En definitiva, la Comisión ha parido un borrador vacío, sin contenido real y lleno de contradicciones, asentado en tres pilares a saber lo que ya sabíamos casi todos: volver a vincular las pensiones al IPC, acercar la edad de jubilación real a la legal y desplazar los gastos de la Administración de la Seguridad Social a los presupuestos de la Administración del Estado.

No obstante, es preciso señalar que la actualización de las pensiones con el IPC no representa ninguna subida real, simplemente se trata de impedir que se reduzca su cuantía. Tampoco constituye un coste real para el Estado, porque si la inflación eleva en términos nominales el gasto público, incluyendo las pensiones, en la misma medida incrementa los ingresos de todas las administraciones públicas.

La única propuesta concreta del documento está en la edad de jubilación, donde se pide al Gobierno que presente un plan en tres meses, al objeto de penalizar las jubilaciones anticipadas e incentivar la prolongación del trabajo más allá de los 67 años. Éste es un tema, por cierto, para el que no hay acuerdo ni siquiera en el mismo Gobierno que debe presentar la recomendación. No hay ninguna petición concreta de cómo penalizar las jubilaciones anticipadas o promover el alargamiento de la vida activa.

El texto presentado al gobierno contiene además un elemento fundamental que profundiza claramente en la privatización del Sistema Público de Pensiones de acuerdo con el Plan Europeo de Pensiones Privadas (PePP), aprobado muy recientemente por el Parlamento Europeo. Se trata de los planes de pensiones complementarios o colectivos, es decir, la desviación de una parte del salario directo del trabajador a salario diferido mediante fondos de pensiones negociados en los convenios de empresa o sector que, siguiendo el modelo vasco que, en la realidad, es el implantado en el Reino Unido, servirá para que los gestores de esos fondos – la banca, las aseguradoras y los mismísimos sindicatos de UGT y CC.OO. – hagan negocio o se financien a través de ellos.

Es decir que, por mucho que suene bonito escuchar al ministro Escrivá vendiendo estos planes privados de pensiones al estilo vasco, estos tienen más aspectos negativos que positivos, refiriéndose, claro está, para la población trabajadora, no para los bancos.

Si, de verdad, se quiere tener una fotografía fidedigna de la realidad vasca nada mejor que clarificarla con absoluta transparencia, haciendo uso de las cifras oficiales del propio gobierno vasco, de tal manera que, la población trabajadora que tiene una EPSV de Empleo en la Comunidad Autónoma Vasca es del 32%, un porcentaje que queda desglosado en un 100% para el sector público, esto es funcionarios y trabajadores de la administración vasca, y un 16,2% de los trabajadores en el  sector privado, lo que desmiente radicalmente la mentira de que la mitad de la población vasca tiene una EPSV de Empleo.

Es decir, la cacareada implantación de las EPSV en el País Vasco es una realidad construida tan interesadamente como el déficit de la Seguridad Social. Otra falsedad.

Lógicamente, el contenido de acuerdo queda lejos de las reivindicaciones principales del movimiento de los pensionistas, y lejos también de la posición de UNIDAS PODEMOS que, cuando estaban fuera del gobierno, decían defender. Más claro, las grandes favorecidas por los planes de pensiones van a ser las entidades financieras, puesto que a través de ellos cuentan con cuantiosos fondos cautivos que pueden gestionar a su antojo según sus conveniencias y que les proporcionan importantes comisiones.

Los intereses de las entidades financieras en incentivar los fondos de pensiones son los que han estado detrás de la ofensiva lanzada desde los años ochenta en contra del sistema público de pensiones. Desde entonces, los cañones informativos del poder económico no han dejado de bombardear con múltiples consignas acerca de la previsible quiebra de la Seguridad Social, pronosticando la hecatombe para determinadas fechas, sin que a la fecha se cumpliesen los negros augurios de los expertos a sueldo.

Dicho de otra forma, más entendible, la reforma de las pensiones que el gobierno de coalición progresista del PSOE y Unidas Podemos están elaborando, conforman una transformación radical del sistema, donde el epicentro está en quién administra los fondos que mes a mes la clase trabajadora aporta en sus nóminas.

El proyecto de reforma que evalúa el gobierno es, ni más ni menos, que entregar a las empresas la parte más importante de la caja de las pensiones. El sistema de pensiones de empleo en el Reino Unido, reformado por el conservador David Cameron, se basa en un modelo de inscripción automática que, desde su implantación en 2012, ha reducido la caja de la Seguridad Social, pasando a ser las empresas empleadoras las administradoras de los fondos, de tal manera que el sistema público queda reducido a un modelo residual al que quedan relegados los pobres.

¿En qué consiste? Pues que, desde el año 2012, las empresas británicas tienen que inscribir automáticamente a los trabajadores, siempre que cumplan ciertas condiciones, como un salario mayor de 10.000 libras y una edad superior a 22 años, en un plan de pensiones de empresa. Se trata de una caja de jubilaciones que administra la propia empresa, o empresas gestoras autorizadas que provienen del sector financiero y de seguros. Asimismo, se requieren aportaciones mínimas anuales del 8% del salario del trabajador repartidas de la siguiente forma: una contribución del 3% por parte de la empresa y una contribución del 5% por parte del empleado.

En este contexto, el ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, ha anunciado que tiene la intención de impulsar los llamados «planes de pensiones de empleo» para fomentar el ahorro a largo plazo, basándose en el modelo británico.

Según los informes que maneja el gobierno, proporcionados por Caixabank Research, el think tank de Caixabank, su incorporación al sistema español se definiría como un «complemento» la introducción  al sistema público de pensiones ante la previsible caída de la tasa de reemplazo – la ratio entre la pensión media y el salario medio -, que según el promedio de la OCDE es del 40%, pero lo cierto es que una reforma de este tipo supondrá en la práctica una descapitalización del sistema público en favor del privado.

Las conversaciones entre el gobierno y la CEOE, de cara a esta reforma, se centran en un diseño de la misma que no aumente el coste laboral para las empresas, y para que sea lo suficientemente «atractivo» para los trabajadores.

La solución que parece entreverse es que las empresas podrán deducirse fiscalmente la gestión de estos fondos, y, sobre todo, y que las personas que no superen los umbrales de rentas serán «acogidos» mediante una cobertura residual pública para rentas bajas, ya que, en el Reino Unido, por ejemplo, una laguna es que hay más de 8 millones de trabajadores que no son «elegibles» para estos planes, entre ellos las personas que cobran menos de 10.000 libras al año y los autónomos.

Abundando más en el tema, se puede afirmar que no existe ninguna reforma del sistema cuando nos referimos a la separación de fuentes de financiación al no implicar ni un euro de gasto más, ni de menos, ni mucho menos supone algún ingreso adicional. Simplemente, supone pasar al Estado algunos de los gastos que hasta ahora venían financiándose a través de la Seguridad Social.

Tras la separación de las fuentes de financiación la Administración Central seguirá cubriendo esos 30.000 millones de gastos que hasta ahora abonaba la Seguridad Social. La única diferencia es que ahora ese dinero estará en las tablas del Capítulo 4 de los Presupuestos Generales del Estado y no en el Capítulo 6 referido a la Seguridad Social. Pero el pagador será el mismo, esto es el Estado español, que es el que responde, por sus deudas y obligaciones, ante sus acreedores y sus ciudadanos.

Las pensiones no tienen por qué financiarse exclusivamente con cotizaciones sociales. Son todos los ingresos del Estado los que deben hacer frente a su desembolso. No hay ninguna razón para diferenciar el gasto en pensiones de otras partidas del presupuesto tales como la educación, la sanidad, la justicia, el seguro de desempleo, la defensa o los intereses de la deuda.

A nadie se le ocurre afirmar que tales gastos son inviables y que el Estado va a dejar de costearlos. Además, la viabilidad de las pensiones, como la del resto de los gastos públicos, no depende de cuántos son los que producen, sino de cuánto se produce. Al fin y al cabo, los problemas que pudieran existir no serían de producción sino de distribución, y de la decisión social y política de crear y perfeccionar un sistema fiscal dotado de la progresividad y suficiencia apropiadas para financiar la totalidad de las prestaciones del Estado social.

Es preciso levantar la voz para afirmar que los jubilados actuales fueron los que costearon con sus impuestos una educación universal y gratuita de la que la mayoría de ellos no gozaron en su infancia y adolescencia. Con sus impuestos han facilitado en gran medida el acceso a la universidad de las generaciones posteriores, facilidades de las que muy pocos de su generación disfrutaron. Con sus cotizaciones se han mantenido las pensiones de los trabajadores de épocas precedentes, y ha sido con su trabajo y sus contribuciones al erario público los que han hecho posible que hoy las estructuras y el desarrollo económico en España sean muy superiores a los que conocieron en su niñez y que la renta per cápita sea más del doble de la existente hace cuarenta años.  Nadie puede decir que no existe margen para mantener el sistema público de pensiones y blindarlas como uno de los derechos fundamentales de la Constitución Española, cuando en nuestro país la presión fiscal está ocho puntos por debajo de la media de los países europeos. ¿Ni siquiera tienen derecho a que al menos se mantenga el poder adquisitivo de sus pensiones?

Finalmente, resulta muy interesante el punto referido a las cotizaciones de los robots. Si la revolución tecnológica implica un incremento de la productividad, pero no necesariamente un aumento del empleo, el reto pasa por encontrar mecanismos innovadores que complementen la financiación de la Seguridad Social, más allá de las cotizaciones sociales.

ANTON SAAVEDRA


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