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MUERTE INDIGNA

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“En las residencias se ha violado el derecho a la salud, a la vida y a la no discriminación de las personas mayores. Además, las decisiones de las autoridades han impactado también en el derecho a la vida privada y familiar y en el derecho a tener una muerte digna. La denegación del derecho a la salud a personas mayores está fuertemente vinculada con las medidas de austeridad y la infrafinanciación de la sanidad en España. La década de los recortes sanitarios y sociales ha debilitado el sistema de salud público, deteriorando el acceso, la asequibilidad y la calidad de la atención sanitaria”. (Informe de Amnistía Internacional, el 3 de diciembre de 2020)

Tal y como ha quedado escrito reiteradamente las llamadas residencias, para mí, malditos pretanatorios, han sido el pilar principal de la mortandad masiva de ancianos y ancianas durante la pandemia del coronavirus, pero, ¿cuáles fueron las medidas recomendadas desde el primer momento por el Ministerio de Sanidad, dirigido por el filósofo catalán, Salvador Illa, para frenar lo que ya se puede considerar como de auténtico holocausto? ¿Hospitalizar a los ancianos? No. ¿Testar si era positivo? No. ¿Obligar a los trabajadores a protegerse de los supuestamente contagiados? No. ¿Identificar a sus contactos? No. El filósofo sanitario solo creía que un anciano potencialmente contagiado debía quedarse aislado en su habitación catorce días, eso sí, que estuviera bien ventilada, no fuera a ocurrir que los cadáveres despidieran ese olor penetrante y nauseabundo, resultado de las bacterias y larvas descomponiendo cada centímetro de carne.

La Fiscalía abrirá una investigación sobre la situación de las residencias de mayores después de que la ministra de Defensa, Margarita Robles, haya reconocido que el Ejército ha encontrado ancianos en situación de abandono. La responsable política ha explicado, de forma gráfica, lo que ha descubierto en alguno de estos centros la Unidad Militar de Emergencias, que ha intervenido para intentar que el coronavirus no se propague. «Han podido ver ancianos abandonados, cuando no muertos, en sus camas» (El Comercio, 23 de marzo de 2020)

Pero, ¿quién sería el encargado o encargada de vigilar su evolución si no está en un hospital, sabiendo, como se sabe, que los ancianos mientras permanecen en los pretanatorios lejos del sistema sanitario, pueden estar ocultamente incubando y agravando su enfermedad, de tal manera que, cuando los síntomas afloren y el centro avise a Sanidad, los ancianos y ancianas pueden estar muy graves, agonizando o muertos?

Dice el presidente de los geriátricos, José Augusto García Navarro, que si se han producido desviaciones en alguna actuación puntual se deben investigar, pero lo único que sabemos a la fecha de hoy es que para más de 40.000 ancianos el único desvío que sufrieron fue para dirigirlos por unos raíles que les conducían a la muerte. Unos creerán que el virus conducía el tren, otros que la negligencia, otros el indebido triaje y la eugenesia que los alejó del hospital y de las UCI, pero, el gobierno de España sabía desde el mes de enero de 2020 que el virus priorizaba a nuestros mayores.

¿Quiénes fueron los hijos de puta que dieron las órdenes para cambiar las vías de aquellos trenes de la muerte?

La cruda realidad es que ha escaseado la ponderación geriátrica sobre la hospitalización o no de los residentes en los pretanatorios, dando prioridad al protocolo, de tal manera que la inercia de una “sanidad de guerra” hizo que los protocolos cada vez se simplificaran más, priorizando, al final, la edad, solo la edad…, y la morfina.

Cuando sólo el 1,4% de los ancianos hospitalizados ha llegado a las UCI resulta muy difícil entender que se hayan realizado muchas valoraciones de casos individualizados y, siendo verdad que muchos ancianos se murieron estando hospitalizados (56%), no es menos cierto que esas personas, las mismas personas que lograron con sus luchas una sanidad universal para que todos y todas la disfrutásemos, a ellas, precisamente a ellas, les fuese denegada hasta tener que morir de una manera tan indigna. Más claro: nunca debieron de morir cuarenta mil ancianos, y menos por haberles sido denegada la asistencia sanitaria.

Pero, se murieron de una manera indigna por falta de asistencia médica debido, por una parte, a la situación de la propia sanidad pública que, en condiciones normales, antes de la pandemia, ya se encontraba al borde del colapso, con las conocidas largas listas de espera, consecuencia del desmantelamiento progresivo que se viene dando en la sanidad pública desde hace más de 20 años por parte de los gobiernos de las comunidades autónomas para favorecer su privatización a manos de los piratas del neoliberalismo y, por otra parte, derivada de la falta de intervención de los gobiernos central y autonómicos de los hospitales privados, tal y como estaba prevista en el artículo 13 del Real Decreto del Estado de Alarma.

“Golpeaban las puertas y suplicaban por salir”. Un informe elaborado por Médicos sin Fronteras, publicado el 18 de diciembre de 2020, se recogen las experiencias durante los primeros meses de pandemia en 486 centros, fundamentalmente de seis comunidades autónomas, aunque con intervenciones puntuales hasta en 10, concluyendo que los geriátricos no estaban preparados para la epidemia, a la vez que critican la “descoordinación institucional y la falta de liderazgo” de las Administraciones: “Falló la efectiva asistencia desde el sistema de salud” y sostienen  que “mantener a los enfermos en espacios cerrados y sin atención médica adecuada multiplicó los contagios, aceleró la mortalidad y produjo situaciones indignas e inhumanas”, a la vez que indican que “el alto índice de mortalidad” en las residencias revela que “buena parte de las dificultades estuvieron ligadas a las deficiencias estructurales, así como a la precariedad laboral y a recortes en el sector” (El País, 18 de agosto de 2020).

Por si no fuera suficiente, desde el gobierno se procedió a crear  una sensación de catástrofe, calificándola de guerra, y de riesgo de muerte general para una enfermedad con una tasa global de letalidad de 0,8%, y junto a la persecución policial de quienes se atrevían a salir a la calle si no era para trabajar, se extendía el pánico a la vez que nos mostraban a diario aquellas terribles imágenes de miles de personas mayores muertas en situación de total abandono en aquellos auténticos pretanatorios o solas en sus domicilios. 

Si bien la causa inmediata de la muerte pudiera ser el coronavirus no cabe duda de que a estas personas se les negó la asistencia sanitaria. Para decirlo con más claridad, por indicación de las Consejerías de Sanidad, se les impidió el acceso a los hospitales públicos, abocándolos a una muerte segura en completa soledad, mientras los hospitales privados exhibían una situación de insultante normalidad donde ingresaban personajes públicos y personas adineradas de todas las edades. Un caso concreto es el referido a la entonces vicepresidenta primera del Gobierno, Carmen Calvo, que después de animar a las mujeres para que acudiesen a la manifestación del 8-M porque “les iba la vida en ello”, sería ingresada de coronavirus en la madrileña clínica privada Ruber.

En aquella manifestación, como si la mujer solo tuviera ese día al año para luchar por sus derechos, coincidiría con otras personas que también fueron afectadas por el mismo bicho, tales como la ministra de Igualdad, Irene Montero, quien después de reivindicar el derecho de las mujeres de poder “llegar a casa solas y borrachas” casi llega al tanatorio afectada también por el coronavirus; la titular de Política Territorial, Carolina Darias; y la mujer del presidente del Gobierno, Begoña Gómez.

No seré yo el que afirme que la manifestación del 8-M haya sido clave en la extensión del virus, pero sí que tuvo una incidencia importante. La cuestión es que, el 7 de marzo de 2020, las

Cuando en España rozábamos los 440 contagios por Covid-19 y la cifra de fallecidos ascendía ya a diez personas en España, Madrid celebraba el día Internacional de la Mujer. Una manifestación a la que acudieron 120.000 personas. El 9 de marzo, un día después de la manifestación del 8M, la ministra de Igualdad, Irene Montero, ofrecía una entrevista a la cadena vasca ETB. ¿A qué crees que se debe la bajada de cifras? y Montero contestó: “Pues tía, creo que al coronavirus. No lo voy a decir pues porque no lo voy a decir” (Noticiero Universal, el 1 de junio de 2020)

autoridades sanitarias afirmaban que la situación estaba más o menos controlada, aunque el día anterior, 6 de marzo, habían reportado más de 365 casos localizados en Madrid, La Rioja y Álava. De la mayoría se conocía su procedencia y su cadena de transmisión, por lo que se decidió mantener un estado de vigilancia, y no pasar a una contención agresiva, pero la cruda realidad era otra muy distinta: La epidemia ya había explotado y estaba oculta por culpa de un diagnóstico insuficiente, dándose la circunstancia de que alguna ministra acudió a la manifestación con guantes de latex como medida de prevención coronavírica.

Ese fin de semana millones de personas se desplazaron en transporte público, acudieron a bares, a restaurantes, a conciertos; miles hicieron oposiciones y fueron a mítines políticos. La vida ese fin de semana seguía prácticamente igual que hasta entonces. Se recomendaban medidas de higiene y, más allá de la cancelación del Mobile World Congress, en contra de la opinión del Gobierno nacional y autonómico, tan solo se había tomado una medida preventiva: que los encuentros deportivos con equipos de las zonas más afectadas se disputasen a puerta cerrada.

Pero ya entonces había voces que empezaban a alertar sobre la potencial gravedad de la epidemia. Cada vez más eran las que alertaban de que se estaban escapando casos, algo que quedó de manifiesto cuando se localizó el virus en algún fallecido sin diagnosticar y en enfermos de neumonía grave que no habían sido detectados en primera instancia.

La cruda realidad es que en aquel día del 8 de marzo habían fallecido en España 20 personas por coronavirus. Esa noche todo cambió. La Comunidad de Madrid comenzó a reportar una importante bolsa de casos. Ya no estaban controlados. El goteo de positivos diarios se multiplicaba en Madrid por ocho de un día para otro. Esa semana se comenzaron a tomar medidas, a cerrar colegios, impedir actos, mientras los positivos crecían día tras día. Estas primeras precauciones fueron efímeras: solo unos días después, el viernes 13 de marzo, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, compareció para anunciar el estado de alarma en todo el territorio español.

No estamos viviendo una guerra, aunque los militares se empeñen en repetirlo, sino una epidemia mundial, una pandemia. Sigo preguntándome por qué en la pantalla aparecen hombres uniformados, hombres cargados de insignias y condecoraciones, en vez de personas con una bata blanca, médicos y doctoras, expertos sanitarios. En la enfermedad no alivia un general; por el contrario, transmite una inquietud espuria. Esto no es una guerra, como nos dicen los militares que salen por la tele. Ni “todos somos soldados”, como nos dicen, como nos arengan. Somos personas enfermas, difuntos y sus familiares, supervivientes al contagio, ciudadanía. No, yo no soy un soldado. Al menos, de la guerra que ellos nombran.

La memoria es débil y quizás alguien no recuerde cómo desde el Gobierno central se escenificó y se ejecutó la militarización del miedo, con el imprescindible concurso de todos los grandes medios de comunicación. Obviamente, se trataba de crear una situación de pánico y de confusión que permitiera imponer medidas inadmisibles en circunstancias normales.

Tan impactante “recurso informativo” sería retirado cuando el jefe de Estado Mayor de la Guardia Civil, general José Manuel Santiago, a preguntas de los periodistas señalaba que, en la lucha contra los bulos que se difunden a través de las redes sociales, la Guardia Civil trabaja en dos direcciones: “Por un lado, evitar el estrés social que producen estos bulos y, por otro, minimizar el clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno”.

Estas declaraciones provocaron una auténtica tormenta política, que el ministro del Interior, Grande Marlaska, después de asegurar que las desconocía, no obstante, afirmó que se debían “evidentemente a un lapsus del general”. Posteriormente, en una de sus comparecencias públicas, exculparía al jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil de toda voluntariedad insistiendo en que las declaraciones eran “erróneas” y obedecían al “ejercicio de transparencia” por parte del comité técnico policial, “que todos los días da la cara y responde a las preguntas de los medios de comunicación”.

Aquel confinamiento o secuestro domiciliario, con el consiguiente bloqueo informativo a través de “tan abundante información” y el impacto paralizante del miedo sirvieron, entre otras cuestiones, para impedir el estallido popular de indignación, que vivieron en solitario la mayoría de familias de los barrios obreros.

Si bien en las primeras semanas no se expresó en las calles la ira del pueblo contra los responsables de miles de muertes evitables, sí hubo, en pleno confinamiento, manifestaciones en los barrios burgueses sin que dieran lugar a represión policial alguna, caso concreto de las que se celebraron en el madrileño barrio de Salamanca, donde se protestó contra el confinamiento decretado por el Gobierno de Pedro Sánchez.

La protesta más ruidosa contra el gobierno y la crisis ha prendido en una de las zonas más ricas del país. Hay unas 2.200 viviendas en la calle Núñez de Balboa, en el corazón del barrio de Salamanca, la tercera calle más cara de Madrid y el tercer barrio más rico de España, según la Agencia Tributaria. En un tramo de unos doscientos metros, varios cientos de personas vigiladas por unos 50 policías antidisturbios volvieron a protestar y a pedir la dimisión de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias por quinto atardecer consecutivo. En las últimas elecciones tres de cada cinco vecinos que votaron lo hicieron por el PP o Vox, en ese orden. También ha habido protestas en Aravaca y Pinar de Chamartín, otras dos de las zonas con más renta per cápita de la ciudad.

Sin embargo, con el confinamiento finalizado, la población de los barrios obreros salía a la calle para denunciar las carencias de la sanidad pública y la asfixiante presencia policial en sus calles al grito de “menos policía, más sanidad”, los brutales apaleamientos y las detenciones nos volvían a recordar, una vez más, para quien trabajan y qué intereses defienden los aparatos del Estado.

Militarizar la política supone “disciplina social y cero críticas a la cadena de mando”. Nunca antes se había dado una restricción de movimientos tal en tiempos de paz y alerta de los peligros sobre las libertades que ello puede conllevar. Desde mi punto de vista, esta situación no constituye más que otro experimento masivo de control social. Aun aceptando la necesidad de la protección frente al virus, una sociedad democráticamente saludable y avanzada en derechos debería preferir siempre la vía de la desmilitarización y apelar a la responsabilidad ciudadana, individual y colectiva, para frenar las consecuencias indeseables de los contagios, hasta el punto de que si los 12.000 millones de euros que las arcas públicas del Estado destinan todos los años al presupuesto militar se hubieran destinado a defender la sanidad pública y universal, habría muchos más medios para combatir los virus letales, mucha menos desesperación y muchas menos muertes producidas de manera tan indigna, pero, tal parece que en este país de golpes militares y guerras civiles es al Ejército, y no a la Sanidad, al que hay que tratar bien.

No, me niego a aceptar que esto sea una guerra, tal y como nos tratan de inculcar desde el “gobierno más progresista de la historia de España PSOE-UNIDAS PODEMOS”. Aquí no hay batallas ni hay trincheras. Esta sociedad nuestra hace ya décadas que se liberó del yugo militar y no ha de ser tutelada por el Ejército. Cuidado con eso, con nuestras libertades y nuestros derechos arrancados a sangre y fuego, no vaya a ocurrir que por hacer un lavado de imagen histórico-militar vayamos a caer en el esperpento valleinclanesco y las bufonadas berlanguianas de la ministra Robles. No, yo no soy un soldado, al menos, de la guerra que ellos llaman guerra y no le es.

La situación derivada de la pandemia ha empeorado las patologías mentales existentes. Las restricciones, el confinamiento, el número de fallecidos o el miedo al contagio han provocado que salgan a la luz los miedos de centenares de personas. Un trastorno identificado como agorafobia: “Todo empezó con vértigos y mareos y falta de fuerza en piernas y brazos y llega un momento en que empiezas a estar en casa y ya no querer salir”.

Al final, con el escenario del miedo bien aderezado, es cuando aparece la vacuna como única solución, aunque en agosto de 2020, sin que se conociesen resultados sobre los ensayos clínicos que se estaban realizando, Estados Unidos y la Unión Europea ya habían decidido comprar millones de dosis a las grandes multinacionales farmacéuticas, acordándose en el seno de la UE que fuesen los gobiernos los que hiciesen frente al pago de las indemnizaciones por las posibles reacciones adversas de las vacunas al objeto de eximir a las farmacéuticas de toda responsabilidad civil.

De hecho, refiriéndome al estudio más ambicioso realizado hasta la fecha sobre la financiación que ha permitido desarrollar una vacuna frente al coronavirus, es el referido, a modo de ejemplo,  a la vacuna de AstraZeneca, el mismo nos revela que la industria farmacéutica soportó menos del 3% de los costes de investigación que la han hecho posible, siendo la mayor parte de los 120 millones de euros invertidos  procedentes del Gobierno del Reino Unido con 45 millones y la Comisión Europea con 30 millones, mientras el resto procedía de entidades también financiadas con fondos públicos a través de los distintos centros de investigación y fundaciones que apoyan la investigación científica, lo que pone sobre la mesa el tema de la liberación de las patentes, avivando el debate sobre la posibilidad de dejar sin efecto el sistema de patentes que impide fabricar vacunas a otros productores que no sean los titulares de las licencias.

Qué duda cabe, se estaba abonando el terreno para proceder a la inoculación masiva de millones de personas sanas con unos fármacos cuya composición no se había utilizado nunca previamente como vacuna, para tratar una enfermedad de baja letalidad general, y con un periodo de ensayos clínicos de pocos meses. Lo inaudito de este proceso se entiende mejor si se compara con otros similares: el periodo de investigación de vacunas como la de la difteria o la poliomielitis, con una letalidad alta (hasta del 50% en el caso de la difteria), nunca fue inferior a cuatro años.

La culminación del proceso para la autorización de emergencia en los EE.UU. y condicional en la UE requería dos elementos imprescindibles e interconectados: convencer a la opinión pública de que no existía tratamiento alternativo y la neutralización de la creciente información que contradecía el discurso oficial, proponiéndose como primer objetivo el situar la vacuna como única posibilidad terapéutica, desacreditando otros medicamentos, que sin constituir la panacea – eso en medicina no existe – estaban demostrando ser relativamente eficaces en tratamientos extrahospitalarios.

A pesar de que 56 países adoptaron el tratamiento ambulatorio precoz para casos de Covid con medicamentos poco costosos, bien conocidos, como la  hidroxicloroquina (HQC) y la ivermectina, que forman parte de la lista de medicamentos esenciales de la Organización Mundial de la Salud (OMS), con una eficacia relativamente alta, no sólo fueron denigrados o minusvalorados por los grandes medios de comunicación, sino que en EE.UU. llegó a prohibirse en las farmacias su dispensación para el tratamiento del Covid, origen de uno de los escándalos editoriales más ilustrativos que tuvo lugar en la prestigiosa revista The Lancet, con la publicación de un estudio, el 22 de mayo de 2020, en el que se revelaba el “peligro de muerte cardíaca” ocasionado por la HCQ en el tratamiento de la Covid.

Esta publicación, ampliamente difundida en todo el mundo, llevó a la inmediata suspensión de ensayos clínicos con HCQ, aunque, con fecha 4 de junio, The Lancet se retractaba, cuando tres de los cuatro firmantes del artículo se desmintieron de sus propias declaraciones y dos de ellos reconocieron tener conflicto de intereses con la multinacional Gilead que promovía el Redemsvir, también para el tratamiento del Covid. Es verdad que el artículo fue retirado, pero no es menos cierto que el daño ya estaba hecho.

Durante una reunión de expertos a puerta cerrada filtrada el 24 de mayo de 2020 en Francia, los editores de The Lancet y New England Journal of Medicine (NEJM) explicaron cómo los actores farmacéuticos económicamente poderosos estaban corrompiendo “criminalmente” la ciencia médica para promover sus intereses, siendo las dos mayores empresas de Fondos de Inversión del mundo, Black Rock, con ocho billones y medio de dólares en activos, y Vanguard, con 6,2 billones de dólares, los mayores accionistas de la tres grandes multinacionales farmacéuticas productoras de vacunas: Pfizer, Moderna y Astra Zeneka.

Y son estas empresas las que buscan en cada país a los socios más adecuados, hasta el extremo de que en España, no solo controlan ambos fondos de inversión la producción de información y la creación de opinión a través de estos gigantes de la comunicación, sino que, desde noviembre de 2020, Blackrock y otro gran fondo de inversión, CVC, se han convertido en los mayores propietarios del Grupo Prisa, incluido El País y la Cadena SER, al comprar su deuda por un valor de más de 1.000 millones de euros. Pero, además, Blakrock es propietaria de una parte importante del accionariado de los principales conglomerados mediáticos del Estado español, controlando directamente una parte importante del accionariado del grupo Atresmedia, propietario de Antena 3 y la Sexta, y del grupo Mediaset, propietario de Cuatro y Telecinco.

España ha administrado 9.467.700 dosis de la vacuna AstraZeneca hasta el momento. Esta vacuna, desde que salió al mercado y comenzó a inocularse, ha estado bajo la lupa y ha generado muchos problemas, ya que uno de los efectos secundarios menos comunes, pero que pusieron en alerta a toda la población y a las autoridades sanitarias, fueron los trombos. Por ello, AstraZeneca empezó a dejarse de lado y se empezó a apostar por inocular Moderna y Pfizer.

Este conglomerado de poder económico y mediático está contando con la colaboración pasiva de la mayor parte de las sociedades médicas – que subsisten en gran medida gracias a las subvenciones de la industria farmacéutica – y la muy activa de los gobiernos de todo color político como brazos ejecutores indispensables de todo este engranaje de intereses.

Por lo tanto, a la hora de hablar de la independencia de los medios de comunicación, en general, y muy especialmente en los que concierne a la epidemia Covid y a las vacunas, parece una broma de mal gusto o un insulto permanente a la inteligencia.

Resumiendo, los propietarios de los grandes fondos de inversión del mundo son, a su vez, los dueños mayoritarios de las principales multinacionales farmacéuticas que están vendiendo sus vacunas a los Estados por valor de decenas de miles de millones de euros. Y esos mismos fondos de inversión, no sólo controlan la mayor parte de los grandes emporios mediáticos en EE.UU. – que a su vez controlan los medios locales “occidentales” -, sino que son propietarios mayoritarios, directa o indirectamente, de los principales grupos mediáticos del Estado español.

Lo que no pueden ocultar estas redes criminales es que las multinacionales farmacéuticas cuentan en su haber con un larguísimo historial delictivo de corrupción de políticos, expertos y médicos para lograr sus objetivos económicos.

Según un estudio del British Medical Journal (BMJ), una de las revistas médicas de referencia, un informe clave de la OMS ocultó los vínculos financieros entre sus expertos y las farmacéuticas Roche y Glaxo, fabricantes de Tamiflu y Relenza, los fármacos antivirales contra el virus H1N1, sirviendo el informe para instar a los Gobiernos a apilar reservas de esos medicamentos, por un valor en torno a los 6.000 millones de dólares.

Las pautas de la OMS que recomendaban a los Gobiernos almacenar Tamiflu y Relenza – los únicos dos fármacos antivirales eficaces contra el virus H1N1 – habían sido publicadas en 2004, y se apoyaban en publicaciones de los tres expertos ahora cuestionados. Estos tres científicos sí declararon sus lazos con la industria en sus publicaciones científicas, pero la OMS no recogió esa declaración en el informe que entregó a los Gobiernos.

Roche y Glaxo les habían pagado por una serie de conferencias y consultas, a la vez que intervenían en investigaciones pagadas por los laboratorios, siendo este tipo de vínculo muy común.

Las críticas del British Medical Journal se suman a las del Consejo de Europa, que recientemente también acusó a la OMS de opacidad, aunque por otra razón: que los 16 miembros del comité de emergencia que asesoró durante la crisis a la directora del organismo, Margaret Chang, son secretos.

Como se relata en el riguroso artículo publicado recientemente por Elizabeth Woodwort, el asunto responde a una estrategia general centralizada en la Trusted News Initiative – Iniciativa de Noticias de Confianza (TNI), puesta en marcha y liderada por la BBC. La TNI se crea en 2019, pero adquiere un enorme impulso dos semanas después de que la OMS declare la situación de pandemia por COVID, asumiendo como objetivo “combatir la desinformación dañina sobre vacunas” al tiempo que “anuncia un importante proyecto de investigación”.

Pero es que, además, nunca, jamás se ha demostrado que las vacunas sean más eficaces que no hacer nada en absoluto, más bien todo lo contrario, contribuyendo a numerosos brotes de enfermedades, como ha quedado demostrado científicamente en múltiples documentaciones públicas. La experiencia, por ejemplo, en la conocida como “gripe española” (1918-1919), sólo aquellos soldados y civiles que se vacunaron contra la gripe realmente enfermaron y murieron, a menudo justo después de ponerles la inyección, y millones de personas murieron por vacunas letales contra las que el cuerpo no tenía defensas naturales. Aquellos y aquellas que se negaron a vacunarse permanecieron sanos incluso a pesar de ayudar a los enfermos y de llevarse los cadáveres.

 

 

 

  


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