No seré yo quien niegue gestos de machismo en la sociedad que vivimos, pero, en la misma medida, tampoco negaré la existencia de gestos de hembrismo (sexismo contra los varones), como el de suponer que existe algo tóxico en la masculinidad en si misma y que, por tanto, todo hombre es un violador en potencia, el de considerar menos relevante el homicidio de varones en relación al de mujeres o el de presentar denuncias falsas de violencia para vengarse de una expareja o para tener la tenencia exclusiva de los hijos tras un divorcio o situación similar.
Más bien me atrevería a decir que, tanto los varones como las mujeres estamos como en los finales del siglo XIX, ya que una proporción muy significativa de la sociedad no atiende a nuestros derechos. Según el más grande y reciente estudio realizado en 134 países por Gijsbert Stoet y David Geary, allí donde el índice de Desarrollo Humano es más alto, las mujeres en promedio están mejor que los varones, estando, por el contrario, mucho peor en los países pobres.
Una de las cuestiones que más me impresionaron de las conversaciones que tuve el honor de mantener con Domitila Barrios de Chungara en su humilde casita boliviana de Cochabamba, allá por agosto de 1982, fue cuando se refería al “feminismo”, dejando muy claro en su mensaje que “la lucha de la mujer no puede ser contra el hombre, sino contra el sistema de dominación económica, política y cultural de los pueblos. Para ello, afirmaba, el cambio debe darse mediante la igualdad de derechos de hombres y mujeres, acceso igualitario a la educación y al trabajo, para emprender una lucha conjunta contra la opresión y la dominación del capitalismo”.
Dicho en román paladino: yo no soy tu enemigo, mujer, sino tu leal y sincero aliado, para que, juntos, prosigamos en esa lucha contra el enemigo común que tan perfectamente nos describía la compañera Domitila. Y, es que son muchas décadas viendo cómo las mujeres, a la vez de criticar a los hombres, están entregadas a la carrera de imitarlos, pero de puro absurdo no somos capaces de verlo como para decirlo. No es nada nuevo que se suele criticar todo aquello que se envidia, ni menos sabido que las revoluciones, en casi todas las ocasiones, más que crear derechos lo que hacen es cambiar los privilegios de mano. Que a todos nos toque alguna vez ir en carroza mientras los reyes se dediquen a repartir el carbón por las viviendas me parecería muy gratificante, además de muy deseable, pero pretender el imposible, es decir, pretender ser lo que no se es, tal como vivir como un hombre una mujer, esa lucha además de perdida pienso que resulta del todo desgarradora.
En ese contexto, el feminismo sigue manteniendo que patriarcado y género son instituciones culturales creadas, organizadas, sostenidas y dirigidas por varones para asegurar unos supuestos privilegios de éstos para someter a las mujeres, víctimas de esas instituciones opresoras. Y, siendo verdad que todas las ramas del feminismo asumen como mitos tanto al patriarcado como al género, sin embargo, no es menos cierto que la diferencia entre ellas es hasta que punto aceptan o retuercen las conclusiones de estas premisas de partida, especialmente las derivadas del concepto género.
Al respecto, es necesario dejar muy claro que el patriarcado, como institución antropológico-histórica, tiene su origen con las primeras sociedades políticas, todavía preestatales, surgidas durante el neolítico favorecidas por el sedentarismo, el desarrollo de la agricultura y la ganadería y el inicio de la Edad de los Metales. La necesidad de defender el territorio cultivado, las zonas de pasto y las tierras fértiles de otras tribus que intentaran conquistar el espacio y desplazar al grupo, clan o tribu que en ellas se habían establecido, es lo que hizo surgir la institución del patriarcado y la posesión intergeneracional (herencia del territorio). Dado que eran los hombres los responsables de defender con su vida el territorio, eran los hombres los elementos inamovibles de la tribu.
Pero, el patriarcado empezaría a morir en el momento en que se constituyen los ejércitos permanentes y por tanto la defensa del territorio no depende del clan familiar, dando sus últimos estertores en el momento en que las herencias se empezaron a repartir a partes iguales entre los descendientes, independientemente de su sexo.
No obstante, el feminismo radical sigue definiendo al patriarcado como un “sistema de dominación sexual, que es el sistema básico de dominación sobre el que se levantan todos los demás (clase, etnia, orientación sexual, etc.)”, constituyendo el género la “construcción social de la femineidad determinada por el patriarcado”, convirtiendo a las mujeres en una “casta sexual” oprimida por los varones.
Estas definiciones feministas de patriarcado son intencionadamente tan confusas como difusas, porque buscan, entre otros objetivos, su universalización histórica para, de esa manera, poder achacar una supuesta opresión global de las mujeres por parte de los varones, entendiendo a ambos como “clases sociales” atributivas universales, desde el neolítico hasta la actualidad. Sin embargo, desde mi punto de vista, esas definiciones que nada definen por su amplitud y vaguedad, exponen, eso sí, una declaración de intenciones: la proclamación de una guerra contra lo masculino por, supuestamente, atentar históricamente contra el bienestar de la mujer.
Ese feminismo realmente existente es la que forma parte de la ideología dominante, que no es sino la ideología que a la clase dominante le interesa propagar, y que ya no solo se trasmite a través de partidos políticos, organizaciones supranacionales, instituciones culturales, diplomáticas y políticas, medios de comunicación o productoras audiovisuales cuya finalidad no es otra que ir creando opinión pública que, recordemos, no es más que la opinión publicada, a cuya maquinaria propagandística se han unido en los últimos lustros un nuevo trasmisor ideológico, con la proliferación de asociaciones, fundaciones y otras corporaciones ideológicas que son subvencionadas por el Estado y cuya opaca gestión desvía el dinero público a instituciones privadas que en muchas ocasiones están relacionadas con partidos políticos y emplean a golpe de “enchufe” a una nueva categoría profesional, la del subvencionariado, cuyos y cuyas activistas compiten entre sí para demostrar que su identitarismo ideológico es el más necesitado de subvención exponiendo determinados problemas, reales o ficticios, mensurados o magnificados, a la vez que ofrecen una solución en la cual ellos o ellas y sus asociados son los actores principales.
Por eso los activistas, propagandistas de determinadas ideologías, cada vez tienen más voz y presencia en todo tipo de escenarios, divulgando supuestos problemas sociológicos, pero nunca los problemas económicos y laborales que afectan al conjunto de la clase obrera, sino más bien sirviendo para desviar la atención de los mismos. Estas instituciones ideológicas también son subvencionadas por organismos internacionales, por partidos políticos y por grupos empresariales que tienen intereses económicos, y por tanto políticos, y, por tanto, en un mundo global, irremediablemente, intereses geopolíticos.
ANTÓN SAAVEDRA