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A España no la va a conocer ni la madre que la parió.

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Como continuación de mi artículo publicado en La Nueva España (22-07-24) el materialismo histórico sostiene que cualquier cambio en las fuerzas productivas y las relaciones de producción son fundamentales a la hora de entender cualquier transformación socioeconómica que se puede producir en cualquier lugar del planeta. Este método analítico, descubierto por Marx y Engels en el siglo XIX, que enfatiza la primacía de las condiciones materiales y económicas en la configuración de las estructuras sociales, nos ofrece una potente herramienta a la hora de entender, tanto las causas como el desarrollo y las implicaciones en la desindustrialización española.

Ni que decir tiene que España quedó convertida en un enorme páramo desindustrializado. Y, consiguientemente, la mano de obra perdida en las industrias fue desplazada principalmente hacia los servicios y a la empresa con mayor número de trabajadores y futuros trabajadores parados, como es el SEPE: ¿Qué malo hay en que nos convirtamos en un país dedicado a los servicios? se preguntaba con jactancia el entonces ministro felipista de Economía y Hacienda, Carlos Solchaga, en aquellos años que una mayoría absoluta de españoles habíamos apostado “Por el Cambio”. En efecto, el gobierno felipista del PSOE no solamente estaba empeñado en hacernos entrar en la OTAN, sino también en el Gran Mercadón (CEE), una organización con la que España ya tenía firmado un tratado bilateral desde 1970 con resultados excelentes para la economía española. Ahora, sin embargo, para dejarnos entrar en su elitista club, nuestros “futuros socios europeos” exigían al gobierno felipista que iniciara un suicida desmantelamiento de sectores enteros de nuestra economía ya que, si no lo llevaban a cabo, jamás autorizarían el ingreso de España en la CEE, entre otras cuestiones, porque los “fundadores de Europa” no querían ningún tipo de competencia para sus productos y no podían permitir la entrada de un país que figuraba como la décima potencia del mundo a nivel industrial.

De esta manera, una vez sentado en los aposentos monclovitas, Felipe González comenzaría a calificar de necrosis el proceso de deterioro industrial que había heredado de sus predecesores, lanzándose de inmediato a una “Reconversión Industrial”que, disfrazada bajo el pomposo nombre de “Modernización del aparato industrial, supuso el cierre masivo de empresas industriales sin un desarrollo paralelo de nuevas industrias, hasta el extremo de que sectores enteros fueron desmantelados y miles de trabajadores pasaron a engrosar las cifras del paro. El monocultivo del carbón en nuestras cuencas mineras es el mejor ejemplo de estas nefastas políticas del neoliberalismo felipista.

Sólo quien no ha sufrido en sus propias carnes la reconversión industrial, agrícola y pesquera, los durísimos años del paro, la precarización económica y social; o lo que es peor, quien siga mirando el proceso de integración en la UE desde donde miran Berlín y París; puede seguir teniendo una visión totalmente descafeinada. En efecto, Alemania y Francia han sido los mayores beneficiarios de la adhesión de España a la Comunidad Económica Europea. Sus empresas se han llevado de nuestro país, si nos atenemos sólo a las cifras oficialmente reconocidas, más del doble de millones de euros de los que España ha recibido de Bruselas: 185.000 millones de euros por los 90.000 que recibió España, juntando fondos estructurales y de cohesión, hasta el extremo de que España podría haber creado una gran industria, pero la UE lo evitó.

Pero el negocio no acaba aquí, porque los fondos no fueron sino una auténtica inversión estratégica de las potencias europeas. Los fondos se retiran, pero las redes comerciales siguen funcionando y el negocio creciendo, de tal manera que hasta el 40 por ciento de estos fondos europeos que llegaron a España han terminado en las empresas de los países contribuyentes netos, con Alemania y Francia a la cabeza, a través de las infraestructuras que realizan en España. Un ejemplo evidente es el caso de los trenes de largo recorrido – AVE – ya que son las empresas alemanas y francesas – Siemens y Alstom – las que se han llevado miles de millones de euros de los fondos comunitarios llegados a España para financiar estas infraestructuras.

Por ello, cuando se habla de nuestra adhesión al Gran Mercadón como una “historia de éxito”, esa idea de que los países más ricos de la UE han contribuido poco más que altruistamente al desarrollo y modernización de España, aparece cada vez más falsa. La realidad es otra muy distinta: lo que se nos presenta como una política de “ayuda” a los países más atrasados, es realmente una política estatal de las burguesías monopolistas, que por un lado subvencionan a sus propias empresas, por otro financian las infraestructuras para su expansión y ocupación de nuevos mercados, y en tercer lugar invierten en subvencionar la reconversión y el desmantelamiento de aquellos sectores que pueden competir con ello.

En definitiva: Este país no tiene futuro salvo lo que dure el sol, las playas y el turismo. Qué razón tenía el trilero de la sevillana calle de Sierpes, Alfonso Guerra, cuando nos dijo en el hotel madrileño de Chamartín que “A España no la va a conocer ni la madre que la parió”


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