En realidad, a la hora de hacer el servicio militar obligatorio estaba disfrutando de una prórroga por estudios para poder hacer en su día las Milicias Universitarias, una modalidad voluntaria de hacer la “mili” obligatoria en nuestro país, en las que se adquiría el grado de suboficial u oficial del ejército. Para ello, había que hacer la instrucción militar durante seis meses en un Centro de Instrucción de Reclutas, de tal manera que una vez superada esa instrucción te nombraban alférez o sargento de complemento, teniendo que realizar otros seis meses de prácticas en el acuartelamiento que se eligiera. No obstante, como quiera que en 1969 había comenzado a trabajar de minero en el Pozo Fondón de Hunosa, podía también acogerme a los beneficios mineros y hacer solo tres meses de instrucción, pero también barajé que, teniendo en cuenta la conflictividad existente en el sector minero, estando ya organizado y participando activamente en las “movidas”, podría ser castigado y destinado a cumplir el servicio militar completo en cualquier lugar de España, más concretamente a Ceuta, Melilla o al Sahara español, como ocurrió con muchos compañeros mineros que se habían destacado en las huelgas.
Así que decidí hacer la “mili” completa, esto es los 18 meses que establecía la ley, y el día 19 de febrero de 1970 salíamos de la estación de la Renfe en Oviedo con dirección a León, donde seríamos trasladados en camiones militares con dirección al campamento de El Ferral del Bernesga, no sin antes tener que aguantar las humillaciones, insultos y amenazas de pegarnos “patadas en los cojones” (sic), de un energúmeno conocido en el campamento por el “cabo Picurri”.
Llegados al cuartel, ya de noche cerrada y casi todos “eufóricos” por la cantidad de bebida que habíamos ingerido durante nuestro viaje en aquel tren militar, y hechas las correspondientes presentaciones y asignación de compañía – yo fui destinado a la Séptima -, al día siguiente, después de entregarnos la ropa para disfrazarnos de militares, nos dividieron en grupos, asignándonos a cada grupo un instructor, encargado de enseñarnos la instrucción, marcar el paso y demás: por la mañana instrucción y por la tarde teórica, después “cantina”, donde solíamos comprar bocadillos, bebida, y echar unes “cantaraes asturianes”, y así hasta la hora de la cena, hasta que el de la corneta tocaba el silencio.
Sólo llevábamos tres días en el campamento, cuando observé, un poco alarmado, que no me desperté como me despertaba en casa, o sea como se suele despertar cualquier chaval de mí edad. Los mandos lo controlaban todo, y tanto es así, que controlaban hasta las erecciones de los reclutas a base de bromuro en el café del desayuno. Pero tras dos días sin tomar el susodicho café, respiré tranquilo al ver que todo volvía a la normalidad.
Tras el desayuno, si es que se le podía llamar así, y para facilitar la digestión, nos cargaban con la mochila y el fusil “cetme”, tal y como si fuéramos a tomar Afganistán o Irak, nos ponían a desfilar, a reptar por el suelo como si no hubiera escobas para barrerlo, y a tirarnos al suelo y a levantarnos como si hubiera billetes allí tirados esperando a que los recogiéramos, de tal manera que cuando llevabas cincuenta veces seguidas, ya resultaba aburrido y muy cansado. Y, cuando ya teníamos las tripas asomando por la boca, también a la carrera, nos llevaban a comer. Ése era su plan, no tanto para instruirnos en combate y mantenernos en forma, sino para que comiéramos con hambre y no notáramos lo incomestible de las comidas que nos daban la mayoría de los días. Desde luego, nada tenía que ver el menú que le enseñaban al jefe militar del campamento, que la mierda que nos daban a los soldados.
Después de mantener conversaciones con un alférez de complemento que había cursado los estudios de Graduado Social en Santander, éste me propuso integrarme en la oficina del segundo batallón, donde pertenecía mi compañía, lo que acepté sin pensarlo, y mi vida militar cambió de manera radical, hasta el punto de que permanecí casi todo el periodo de instrucción en el campamento “escaqueado”, salvo las apariciones imprescindibles, aunque aquella situación también me trajo algún problema.
En efecto, una de las labores consistía en llevar el control de las cartillas de tiro, según las posiciones de los soldados: echados, de pie, rodilla en pie…, pero estos no se llevaban a cabo en su totalidad, de tal manera que yo tenía que poner las puntuaciones de acuerdo con la media obtenida por los tiros realizados, y no se me ocurrió más que poner de las notas más altas en mi cartilla. Mi cartilla de tirador, sin prácticamente tirar un sólo tiro, resultó elegida entre los sesenta tiradores mejores de aquel campamento de seis mil reclutas, pero lo que yo no sabía era que había que participar a nivel del Estado con los mejores tiradores del resto de los campamentos españoles. Durante unos días estuve pasándolo muy mal, pero hete aquí que aquel año no quedaba presupuesto y el concurso quedó anulado, lo que me hizo respirar tranquilamente.
En aquel campamento, como supongo ocurriría en todos, los reclutas íbamos de fin de semana para nuestras casas, desde el sábado por la mañana hasta el toque de diana de lunes. Es decir, las comidas, meriendas y cenas del sábado no se servían, así como tampoco los desayunos, comidas, meriendas y cenas del domingo. Sin embargo, en la oficina del batallón había que hacer los estadillos como servidas, lo que, desde mi punto de vista, era una auténtica estafa. Así que un día, por la mañana, me fui a ver al comandante del batallón y le conté lo que yo estaba haciendo por orden, unas veces del teniente, y otras de un sargento de primera, ante el temor que me pudiesen involucrar a mí en cualquier chanchullo. Mire recluta: “cuando usted me vea con el teniente, váyase para la cantina, no vaya a ser que le echen a usted la culpa”. La cuestión fue que aquella manera de hacer los estadillos de todas las semanas se siguió realizando con una normalidad absoluta.
Así llegamos al final de los tres meses de instrucción en el campamento, hasta que llegó la hora de los destinos para los respectivos cuarteles que formaban parte de la región: León, Zamora, Salamanca, Valladolid, Palencia y Asturias. De cada oficina de batallón fueron elegidos un número determinado de reclutas, entre los que yo me encontraba, para ser destinados a la Oficina de Selección, al mando de un comandante de Mieres, apellidado Carracedo, y allí me encuentro nuevamente con el alférez que me había llevado: “Mira, Saavedra: Si tienes algún amigo que quieras enviar a un destino determinado lo puedes hacer, pero no se te ocurra cambiar las fichas de los que están marcados en rojo, porque estos ya están recomendados por las altas jerarquías militares”.
Aquello era la ostia, y el primer cambio que hice fue el mío que estaba destinado para Valladolid, cambiándolo para Gijón, concretamente para el Batallón Mixto de Ingenieros VII de Transmisiones, entre otras cuestiones, porque me habían dicho que era donde menos se “pringaba”. Lo siguiente fue ponerme en contacto con mis amigos asturianos, unos destinados en Salamanca, otros en Valladolid, y otros de Salamanca o de León destinados en Asturias, para que pudieran elegir sus destinos, cerca de sus localidades, previo pacto de silencio entre nosotros: “No comentéis absolutamente nada, no vaya a ser que acabemos todos destinados en los calabozos de Mahón”, les decía yo, porque en el campamento había muchos confidentes infiltrados del Servicio de información Militar (SIM) y todo podría salir mal.
Después de jurar bandera, realizada aquel año en el Paseo Papalaguinda de León, presidida por Juan Carlos de Borbón, y disfrutar de un permiso de diez días, no obstante haber elegido mi propio destino pensando en pasar una “mili” cuartelaria cómoda y cerca de mi casa, la realidad iba a ser muy distinta. Cuando me día cuenta, de los 76 compañeros que formábamos la compañía, casi “todo dios” había llegado “enchufado”, de tal manera que el que no era “palomero mayor”, era “palomero menor”, y el que no era palomero, era futbolista del Sporting de Gijón, o estaba en casa sin aparecer por el cuartel, caso concreto de Quini y otros, dejando aquello en manos de unas quince o dieciséis soldados, encargados de realizar todas la guardias, imaginarias y cocinas que se realizaban diariamente en el cuartel.
En cierta ocasión, haciendo mi segunda y última guardia en una de las garitas del cuartel, me dormí, dejando el fusil “cetme” apoyado en una de las paredes, mientras dormía plácidamente, de tal manera que cuando desperté me encontré con que mi fusil había desaparecido. El jefe de guardia, un teniente moro llamado Mohamed, procedente del ejército español en África, se lo había llevado al puesto de guardia, lo que me obligaba a presentarme ante el jefe del cuartel, teniente coronel Alonso.
Después de las palabras de rigor, de las cuales ni me acuerdo, el teniente coronel me mandó bajar la mano que tenía algo temblorosa y rígida sobre mi gorra militar, mandándome muy amablemente que me sentara en una de las sillas de su despacho: “Así que usted es el hijo de Nicanor Saavedra. ¡Sí, señor! Es que yo soy muy amigo de Florentino Vázquez y yerno de Francisco Velasco, ambos muy amigos de su padre, y hace días que me comentaron el interés por usted. ¿Qué fue lo que pasó?, me preguntó. Es que yo estoy estudiando, teniendo que examinarme en unos días de dos asignaturas para terminar la carrera de Graduado Social en la Universidad de Oviedo – como así ocurrió por aquellas fechas -, y aprovechaba todos los ratos libres que me permitía mi estancia en el cuartel, pero me dio el sueño y…”
¿A dónde le gustaría ir destinado – me preguntó -, donde pueda tener el máximo de tiempo para sus estudios? Aquello estaba desarrollándose de manera muy distinta a lo que yo pensaba que podía ocurrir – yo creía que iba a recibir un duro castigo -, y le contesté que el destino que mejor se podía adaptar a mis necesidades, era en el Destacamento Militar del Cerro de Santa Catalina, en Gijón. Pues coja usted sus pertenencias, y váyase destinado allí.
Aquel incidente que tan buenas consecuencias trajo para mi experiencia militar, no había sido el primero, ya que en la anterior guardia, un conocido de la localidad langreana de Ciaño – Tomás “Tedy”, el hijo de “Vinos Tomás Gutierrez” – que estaba en los calabozos por negarse a vestir el traje militar, alegando ser objetor de conciencia, se había escapado del cuartel, después de que yo mismo le dejaré salir al patio. Unos días antes me había pedido si le podía llevar al calabozo una botella de “cubalibre” y, aunque estaba totalmente prohibido, yo se la llevé de la cantina, sin cobrársela incluso, pero aquel día me chantajeó, diciéndome que, o lo dejaba salir al patio, o me denunciaba a la jefatura militar. Yo accedí, y se escapó, aunque era tan tonto, que lo cogieron en el concurso hípico de La Felguera, el mismo día, por la tarde, cuando fue reconocido por uno de los jinetes militares del cuartel que estaba concursando.
La cuestión fue que, sin esperar ni dos minutos, me cogí el “petate” y me trasladé al Destacamento de Santa Catalina, en el barrio gijonés de Cimadevilla, donde ya estaba destinado quien sería mi compañero de fatigas, José Antonio Amieva, hasta la licenciatura militar, el 21 de enero de 1971. Aquello era totalmente distinto a la vida militar, tanto en el campamento como en el cuartel. Por decirlo en dos palabras: no hacíamos absolutamente nada, y por no tener, no teníamos ni fusil. Estábamos rebajados de rancho, y recibíamos una paga militar en torno a las 1.500 pesetas mensuales. Todos los días, por la mañana, llegaba el padre de mi compañero en su Dogde Dart, para traernos el desayuno: chocolate, café, churros, jamón y pan.
José Antonio Amieva, mi compañero, había sido el único hijo logrado en el matrimonio, bastante mimado, y su padre era una persona de mucho dinero, con negocios de aparcamientos, garajes y bastantes bajos comerciales en la Avenida de la Costa de Gijón, hasta el punto de que su padre le había regalado un Seat Coupé azul cielo – por aquella época todo un lujo -, que nosotros usábamos para movernos por la ciudad.
Allí, en el destacamento, conocí personalmente al famoso Alberto Alonso “Rambal” – el rey de la noche en Cimadevilla -, una grandísima y espléndida persona, al que le permitíamos, a él y a sus chicas, tomar el sol “en pelotas”, dentro del recinto militar, al que nadie podía acceder sin nuestro permiso. Al margen de que todos los días nos brindaba con percebes, andaricas, gambas o cartones de tabaco rubio americano, su amistad nos daba paso libre en la mayoría de los garitos del barrio de Cimadevilla, donde el actuaba por la noche, cantando por Marifé de Triana, entre otras y otros cantantes, siendo una especie de protegidos por aquella persona, donde nunca pagábamos nada por nuestras consumiciones.
Otro de nuestros privilegios, era bajar al puerto de Gijón, hacia las siete de la tarde, donde los pescadores que llegaban en los barcos, antes de que el pescado fuera trasladado a la rula, nos regalaban merluzas, lubinas y toda clase de pescado, que nosotros vendíamos una gran parte de ello en algunos restaurantes, sacando unos dineros que nos permitían costear nuestros “vicios”.
Lo peor vino en el mes de diciembre, cuando fue declarado el estado de excepción en España, consecuencia del Proceso de Burgos, el juicio sumarísimo que se iniciaba el 3 de diciembre de aquel año en la ciudad española de Burgos contra dieciséis acusados de pertenecer a la organización armada nacionalista vasca Euskadi Ta Askatasuna y haber asesinado a tres sujetos durante la dictadura del general Franco. Aquello provocó todo tipo de movilizaciones populares y una gran presión internacional contra la dictadura, hasta el punto de lograr que las condenas a muerte impuestas a seis de los encausados no llegaran a ejecutarse, siendo conmutadas por penas de reclusión.
El año 1969, estando yo trabajando en la mina, ya había comenzado con movilizaciones obreras, desórdenes estudiantiles en las Universidades, y la muerte del estudiante Enrique Ruano en las dependencias judiciales. Pero en 1969 también tuvieron lugar otros hechos mucho más destacados. Juan Carlos de Borbón era designado sucesor de Franco en la Jefatura del Estado a título de Rey, estallaba el escándalo financiero MATESA, provocado por una de las facciones del propio Régimen, que buscaba hasta conseguirlo un profundo reajuste ministerial, siendo sustituidos 13 de los 18 Ministros, con un gobierno donde fueron nombrados once miembros relacionados con el OPUS DEI.
Los conflictos laborales que se sucedían en la minería de Asturias, con paros y huelgas diarios, los encierros de “bandas” en el País Vasco, los paros en la construcción, en las Universidades o el Metro de Madrid, hasta sumar más de 1.500 huelgas, y más de 400.000 huelguistas en Asturias, País Vasco, Barcelona, Madrid, Sevilla o Granada – aquí, en esta ciudad andaluza tres trabajadores de la construcción perderían la vida al disolver la policía una manifestación -, no eran sino heridas de muerte que afectaban al Régimen de Franco, aunque todavía tendríamos que esperar ocho largos años para ver cómo se conseguía en España una Constitución democrática para todos.
Por aquel entonces yo había entablado una gran amistad con el médico del cuartel, un alférez de complemento y excelentísima persona, que estaba muy “comprometido”, políticamente hablando, y por aquellas fechas me había entregado un paquete de “pasquines” para tirar en la calle, donde se pedía “…la amnistía, la desaparición de las jurisdicciones especiales, la abolición de la pena de muerte, y la República, como forma de gobierno en España…”, cuando a los pocos días me entero, a través de otro amigo común – Rozada ( exdirigente de UGT-METAL y compañero mío en el equipo de fútbol juvenil del Alcázar de Sama) – que hacía la “mili” como ayudante en el botiquín, de que se había producido un registro en la taquilla del médico, encontrando un pequeño “aparato” de propaganda y cientos de “pasquines” como los que yo había tirado dos o tres días antes, llevándoselo detenido para una prisión militar. Nunca supe más de aquel gran compañero, pero si me acuerdo de haber pasado, posiblemente uno de los momentos más difíciles de mi vida durante varios días, pensando en que el siguiente detenido iba a ser yo, siempre que al compañero le obligasen a “cantar”, pero aquello nunca ocurrió. Por fin, con fecha 21 de febrero de 1971 recogía la cartilla verde de mi licenciatura militar – tanto se robaba en el ejército que aquellos dieciocho meses de duración previstos quedaron reducidos a doce, por falta de presupuesto -, después de haber perdido tan inútilmente aquel año, salvo los amigos que logré hacer, tanto en el campamento como en el cuartel.
Pero aquel año de 1970, también fue un año de grandes satisfacciones personales, porque el día 26 de abril contraía matrimonio con Irma, con quien llevaba de novio casi siete años, y el 2 de setiembre nacería mi hija Susana. Posteriormente, el 28 de febrero de 1978, tendríamos nuestro segundo hijo – Iván – , cuyos hijos nos permiten disfrutar de nuestras dos nietas: Ainoa, de 24 años, y Jimena, de seis, que conforman todo el tesoro acumulado a lo largo de mis 68 años de vida.