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CAROLINA, UNA MINA PERDIDA EN LA ALDEA DE PALACIO VALDÉS.

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Pozo Carolina de la empresa Fradera en Villoria de Laviana

Aunque nacido en el pueblo lavianés de Entrialgo, Armando Palacio Valdés sería trasladado a los seis meses a la villa de Avilés, donde residía su familia y donde su padre, abogado de origen ovetense, trabajaba como tal en las obras de dragado de la ría. Dos escenarios, el rural y montañoso del interior, y el marítimo de Avilés, que nutrirán sus experiencias infantiles, reflejando en algunas de sus novelas las radicales transformaciones socioeconómicas y científicas que se materializaron en la revolución industrial.

Es cierto que Palacio Valdés, a partir de un determinado momento, fue muy crítico con los efectos de la industrialización: “ese estremecimiento singular” que, según él, no haría más felices a los hombres que la sosegada vida campesina de su infancia, introduciendo en su novela sobre “La Aldea Perdida” unos elementos de discordia entre unos hombres “sedientos de riqueza” que, según el novelista, habían caído sobre su Arcadia, desgarrando su seno virginal y profanando su belleza inmaculada.

Cementos Fradera, a donde iban destinados los carbones extraídos en las minas de Villoria

Y para conseguir en su novela que la mitificación de esa supuesta Arcadia se impregnase de tragicidad, el escritor lavianense trata de hacernos ver en su novela el enfrentamiento existente entre unas fuerzas que representan el BIEN – la agricultura, o sea, la sociedad tradicional y estática, y el MAL – la minería, o sea, el progreso y el cambio -, donde la joven campesina Demetria será perseguida y finalmente asesinada por uno de los mineros, Plutón, cuyo nombre tiene un sentido mítico-minero.  

Sin embargo, no era menos cierto que en Asturias existía un campesinado mayoritariamente miserable, víctima de explotaciones, plagas, pestes y hambrunas seculares, tal y como nos deja escrito en la novela el joven Antero, licenciado en derecho, cuando en su discurso novelesco hace una lúcida y apasionada defensa de los ilimitados horizontes que la industrialización proyecta frente al cerrado mundo del Antiguo Régimen y su depresiva situación socioeconómica: “Amaneció al cabo el día por muchos tan ansiado, el día en que nuestro valle salga de su profundo y secular letargo. Aquellos tesoros que nuestros padres pisaron siglos y siglos sin sospechar su existencia, para nosotros y para nuestros hijos. Los desgraciados habitantes de esta región que apenas puede, a costa de grandes esfuerzos, llevar a la boca un pedazo de borona, dentro de pocos días, gracias a la iniciativa de una poderosa casa francesa, que va a sembrar sus capitales, encontrarán medios de emplear sus esfuerzos, ganarán jornales jamás soñados por ellos y con estos jornales se proporcionarán muy pronto las comodidades y los goces que embellecen la vida. Porque el hombre no está destinado a vegetar como un hongo tomando de la tierra lo estrictamente necesario para no fenecer de hambre (…)”. 

Aunque no comulgó plenamente con las propuestas modernistas, algunas de las obras de Palacio Valdés de los primeros años del siglo XX se verán impregnadas por algunas de sus características. Éste es el caso de “La aldea perdida” (1903), donde aborda los problemas que en la tranquila vida de una comunidad campesina originó la primera industrialización, con la introducción violenta de usos y costumbres ajenas a toda su ancestral cultura.

Así, a las primeras denuncias carboneras por paisanos calicatiadores, siguieron los grupos de montaña, que se concentraron por los distintos espacios territoriales de la “aldea perdida”, absorbidos por capitales foráneos que van reorganizando las antiguas parroquias con grupos de minas repartidas en pisos, unidos por un dédalo de planos inclinados y trincheras, con plazas de madera, talleres, lavaderos, tolvas y trenecillos como La Campurra, caso concreto de la empresa “Cementos Fradera”, propiedad de la familia catalano-francesa Camps Boussen que, desde 1927 deshullaría esta zona para alimentar sus cementeras en Cataluña.  

En el año 1950 la empresa llevaría a cabo la profundización del pozo Carolina cerca de Villoria, con 102 metros de profundidad y brocal de 4,5 metros, utilizando para ello un sencillo castillete de madera que más tarde sería sustituido por otro metálico fabricado en los talleres de Duro-Felguera, con 18 metros de altura, después de haber reprofundizado el pozo en 1959, hasta alcanzar una profundidad de 256 metros, quedando instalada en 1961 una máquina de extracción de 300 CV, a la vez que se introducían algunas mejoras como la colocación de un ventilador en el pozo plano de Vega la Muela. 

La Campurra a su paso por Puente de Arco…

Desde que la empresa comenzara a explotar las concesiones mineras, ésta dispuso de una línea ferroviaria de 6,5 kilómetros de extensión, entre Rioseco y Laviana, de tal manera que el carbón era trasladado desde las distintas explotaciones mineras hasta la estación del Ferrocarril de Langreo en Pola de Laviana, donde había constuido unas grandes tolvas, y de ahí hasta los muelles de Gijón o de Avilés, para su posterior destino a la cementera en Barcelona.    

Aquel trenillo a vapor o tranvía Laviana-Rioseco, ya que también trasladaba a las personas cuando no existía en la zona transporte de viajeros por carretera, quedaría bautizado con el nombre de “La Campurra” en virtud del topónimo del que procedía su antiguo propietario, el empresario minero Cándido Blanco Varela, oriundo de la casería lavianesa de El Campurru, perteneciente a la parroquia de Tiraña.  

Ferrocarril minero de Minas de Fradera “La Campurra”

Minas de Fradera no tenía minas en explotación en el concejo de Sobrescobio, pero el trenillo carbonero debía llegar hasta ese término municipal porque así lo había decidido el gobierno, aunque pudiera quedar explicado cuando “La Campurra” ofrecía sus servicios a otras compañías del sector primario, como la Sociedad Metalúrgica Duro-Felguera, que utilizaba el tranvía de Fradera para transportar desde Rioseco hasta la actual estación de FEVE en Laviana el hierro extraído en sus explotaciones de la mina Carmen en los montes de Llaímo, pertenecientes al concejo de  Sobrescobio, acuerdo que se prolongaría durante décadas, hasta que las minas cerraron en 1967.

Pero, también esta empresa catalano-francesa iba a dejar teñida de luto a la familia minera cuando, siendo las dos y media de la tarde del sábado, 5 de febrero de 1955, reventaba una bolsa de agua en la chimenea formada sobre la capa 2ª, de 1ª a 2ª piso, de la Mina Fradera o La Perenal, como es conocida por los lugareños, el estar ubicada en el paraje del mismo nombre, arrastrando a cinco mineros con el trágico balance de cuatro muertos. Y nuevamente, según el ingeniero actuario de la jefatura de Minas, aunque en esta ocasión no se echasen las culpas directamente al muerto, las causas que habían originado el accidente se debían a la “mala condición existente en la zona, totalmente impercetible, por lo que se trata de un accidente desgraciado debido únicamente a la fatalidad, ya que la labor se lleva cumpliendo toda la normativa para esa clase de trabajos”. 

Croquis del accidente minero en Minas de Fradera, el 5 de febrero de 1955

Ni siquiera se habían secado las lágrimas por los compañeros fallecidos en el accidente comentado cuando, otra vez, en la Mina Fradera, y en la misma capa 2ª, se fundía la mina como consecuencia de una explosión de grisú al dar fuego a dos barrenos en los hastiales del testero del nivel de la citada explotación, causando la muerte de cinco mineros. En esta ocasión, después de varios días investigando las causas del accidente, el ingeniero actuario de la Jefatura de Minas, Eduardo Arrojo Díaz, considera que la causa directa que originó el accidente fue debida a una “explosión de grisú, provocada por la detonación de los barrenos dados en el testero del primer nivel y, muy probablemente, por el cargado con medio cartucho de dinamita, el cual y ateniéndose a lo declarado por el barrenista que los perforó y cargó, debía de estar mal atacado por falta de caña de barreno para hacerlo, ya que sólo disponía de 9 centímetros libres, por lo que es probable diera bocazo”. 

Tampoco la zapatera cargada con dos cartuchos, y que según la declaración del barrenista, “tendría unos 15 centímetros de caña libre después de meterlos”, estaría bien atacada, pues por falta de espacio libre en ambos barrenos no pudo verificarse el correcto atacado de estos, ya que el Reglamento de Policía Minera y Metalúrgica de 1934 (…) exige que el taco de polvo tenga, al menos, una longitud de 20 centímetros para los 100 primeros gramos de explosivo. Además, por si no fueran suficientes motivos para no exigirle a la empresa responsabilidades, añadía que, el artillero – también muerto – probablemente por dar fuego pasada la hora y tener prisa en salir, no debió reconocer con la lámpara en el testero si existía o no grisú momentos antes de disparar la pega, dando ésta además sin tener en cuenta que el resto de personal se encontraba en las inmediaciones del taller y además en la corriente de salida de la ventilación.   

Croquis del accidente minero en Minas de Fradera, el 2 de setiembre de 1958.

Mucho reglamento, mucha investigación para acabar echando la culpa de los accidentes a los propios trabajadores, y mucho bla, bla, bla por parte de unos ingenieros actuarios de la Jefatura de Minas, en su inmensa mayoría “sobornados” por la propia patronal para eximirla de sus responsabilidades en aquellas actuaciones más propias de una práctica de terrorismo empresarial que de una auténtica y verdadera profesionalidad en el laboreo de las minas. Tanto estudiar y estudiar en la escuela superior de ingeniería, para demostrar tanta ¿ignorancia? a la hora de saber que el grisú se oculta en los recobecos de las partes más altas de las galerías, en las chimeneas y en los pozos, donde espera agazapado hasta sembrar la muerte con su enorme fuerza expansiva, temiendo sólo a un enemigo más poderoso que él porque le destruye y le deshace con su fuerte soplo: el viento. Es cuando el grisú huye atemorizado para ocultarse en donde no pueda afectarle la corriente del viento, apartándose en lo posible del circuito de ventilación, paso obligado de su temible enemigo…  

Viento, mucho viento, bien encauzado y bien distribuido, es el que puede evitar las tragedias del grisú, y con ella toda su secuela de orfandad, dolor, miseria y abandono. No siempre la imprudencia que tanto aluden estos ingenieros de la Jefatura de Minas al servicio descarado de la patronal, son las causas de los accidentes y catástrofes mineras. Y algo de eso debió de entender el mismísimo titular del Juzgado de 1ª Instancia e Instrucción de Laviana, cuando solicitaba ciertas informaciones respecto a la catástrofe ocurrida el 2 de octubre en Minas de Fradera, referidas concretamente a la “influencia que haya podido tener en la catástrofe el hecho de no dirigir las labores un ingeniero de Minas; que se exprese las fechas del cese del señor Aldecoa y toma de posesión del señor Kindelán como ingeniero director de las minas de Cementos Fradera, S.A.; y que se le informe sobre el estado de la mina y sobre si las labores mineras se realizan en condiciones de seguridad para los trabajadores…” 

Los cinco cuerpos de los compañeros muertos en el accidente de Minas de Fradera, son conducidos a hombros de sus compañeros hasta el cementerio de Villoria, el jueves, día 4 de setiembre de 1958.

Tras el cierre de las minas y posterior desmantelamiento de castillete del Pozo Carolina efectuado el año 1971, para ser instalado en el Pozo  Espiel de la localidad cordobesa del mismo nombre, perteneciente a la empresa Encasur, al que le fue vendido por Cementos Fradera en la cantidad de tres millones y medio de pesetas, los terrenos fueron adquiridos por una familia de mineros conocida por “Los Tremendos” – Alfredo y Samuel González García – propietarios de Mina Celia y Otras, S.A., quienes utilizaron parte de las instalaciones de Fradera, durante un periodo entre 1978-1993, explotando las minas de Arvín y Carrascal en Villoría, y otras concesiones por los inmediaciones de La Bárgana, de donde eran originarios, procediendo en su despedida a dejar plantado un fresno en recuerdo de que allí hubo un pozo minero que ellos mismos habían rellenado de los escombros procedentes de sus explotaciones mineras. 

Mineros de Fradera en la Mina de Vegalamuela de Ribota, el año 1936: ¡ No votar a nuestros verdugos!¡Votad “Bloque Popular”! dice el cartel que sostiene en su mano el picador Manuel el de Eufrasia.

¡¡¡ Sí, yo también nací y viví en Arcadia !!!, había dejado escrito el universal escritor de Entrialgo, Armando Palacio Valdés,  en su novela publicada en 1903, arrancando el canto nostálgico que daba  inicio a su “Aldea Perdida”, aunque perfectamente podría estar refiriéndose a la fecha actual en que nos encontramos, sintiendo a la mujer sonar los tacones de sus madreñas sobre el pavimento húmedo de la plaza del pueblo. Escribe él que Arcadia ya no vive aquí, dicen las gentes que esto ya no es lo que era, que no se va por aquí al territorio mitológico de la felicidad pastoril. En los pueblos de El Condado, en Villoria, en Tolivia y en todos los rincones de aquella Laviana agraria que alimentan la narración, el decorado no se ha estropeado totalmente, pero al decir de los habitantes actuales, con el tiempo en el campo se han renovado las amenazas. Ya no son las heridas de la industrialización minera que tanto asustaban al novelista de Entrialgo, sino precisamente el paisaje de después de la mina, más el humano que el físico, su retroceso y la sensación de abandono, el olvido, el desprestigio y el desencanto de la vida campesina y las dificultades en la búsqueda de alternativas diferentes a la más usual de la claudicación, en sus diferentes formas de fuga hacia la gran ciudad.  

Tolvas de carbón, propiedad de Cementos Fradera, en la estación del Ferrocarril de Langreo en Pola de Laviana.

En esta porción agraria del concejo de Laviana, en aquel territorio idealizado de aldeas perdidas permanecen a su modo algunas de las “arboledas umbrías” del relato de Palacio Valdés, reconociendo aquellos “arroyos cristalinos” y perviviendo por todas partes la “alfombra siempre verde” que el novelista de Entrialgo escribió que «hollaba» por aquí hace más de un siglo. Aguantan también alguna que otra oveja que, de vez en cuando, se escuchan balar. Es decir, ha sobrevivido la fachada, que no es poco, y resiste el decorado como recurso explotable, no se han perdido las aldeas, como quiso dejar sentenciado el escritor lavianense.   

Villoria, el año 1917

Refiriéndome a un escrito publicado en 1900 por el ya reconvertido y creyente Palacio Valdés, titulado  “Verde y negro”, el escritor se preguntaba: “¿Para qué sirve la industria? ¿Piensa usted que los hombres del día son más felices que los antiguos, porque éstos carecían de teléfono, de luz eléctrica y de ferrocarriles?, para afirmar con rotundidad que “nuestra felicidad no consiste en ensanchar las necesidades corporales, sino las morales. En un país sin fábricas, sin barcos, ni sociedades en comandita, pero donde se creyese en Dios de todo corazón, y donde reinase por consiguiente la paz, los hombres serán mucho más felices, que en aquellas ciudades industriales, como Lyon o Manchester”. Palacio Valdés concluía su escrito con otra de sus  acostumbradas contundencias: “¡Si usted hubiera trepado como yo por sus augustas montañas, si hubiera dormido sobre sus praderas inmaculadas, si se hubiese bañado en sus ríos cristalinos, lloraría, como yo lloro, sobre una tierra deshonrada y profanada, y maldicería de la industria, como maldigo yo!”.  

Mina Celia de Villoria, propiedad de Los Tremendos, Alfredo y Samuel…

No obstante, a pesar de estas valoraciones sobre la sociedad industrial, Palacio Valdés ofrece en su Aldea Perdida, publicada tres años más tarde, juicios contradictorios sobre el fenómeno industrial. Juicios, con abismales diferencias valorativas, que se pueden sintetizar en dos de sus párrafos. En el primero, cuando se confiesa desencantado: “Yo también nací y viví en la Arcadia. Pero la Arcadia ya no existe. Huyó la dicha y la inocencia de aquel valle“. En un segundo párrafo, continuación del discurso del joven Antero ya referido, la industrialización supondría un positivo avance, un indiscutible cambio de idealidad: “Para que el hombre se eleve, para que exista el progreso es necesario que prescindamos de ese respeto exagerado a la costumbre, que no temamos crearnos necesidades. Las necesidades son el acicate que sacude nuestra indolencia. Es necesario que nos relacionemos con los países extranjeros para hacernos partícipes de sus adelantos, que apetezcamos siempre algo nuevo y mejor y que hagamos esfuerzos incesantes por conseguirlo. Dentro de pocos meses oiréis resonar por estas montañas el agudo silbido de la locomotora. Es la voz del vapor que nos llama a la civilización”.

Villoria, el año 2014

Mirando por detrás del decorado con los ojos de 2017, el retrato más ajustado al escenario de hoy viene en el mismo texto de la novela, cuando el escritor hablaba de los males y los daños que auguraban las primeras prospecciones mineras en estos valles, pero sigo pensando que sus gentes se refieren más bien a la sensación de orfandad y abandono del medio agrario, a la certeza de que el vacío es evidencia de declive y al presentimiento peor de que fuera de aquí su problema no parece importarle a nadie…

ANTON SAAVEDRA

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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