Allí, en el arranque de concejo de Laviana por el Norte, en la intersección del río Tiraña con el del Nalón, nos encontramos con el poblado minero de Barredos “Primero de Mayo”, bautizado en su día con el sobrenombre de “la pequeña Rusia”, ganado a pulso en lo más crudo de la lucha obrera. Y allí, desde la estación del ferrocarril, donde nos apeamos para realizar nuestra ruta minera, ya divisamos el castillete del pozo Carrio, cuya profundización iniciara Duro-Felguera hacia el año 1941 para culminarla en 1946, y que hoy es la única explotación minera en toda la cuenca minera del valle del Nalón, luciendo el tercer castillete de su historia que nos permite bajar sus 612 metros de profundidad, a los que se deben de añadir otro centenar más en subniveles.
Enfrente del imponente castillete verde, en la otra orilla del río Nalón, donde se encuentra el ventilador que mete el aire limpio al pozo Carrio, queda el solar donde estuvo ubicado el pozo Barredos con su robusto castillete minero, hoy sólo visible en alguna que otra fotografía de los archivos. Este pozo, derribado en 1967 por Hunosa, que había sido profundizado en 1914 por “los Felgueroso”, acabaría en las manos de la Sociedad Metalúrgica Duro-Felguera a partir del 1 de marzo de 1920, cuando “los Felgueroso”, acuciados por sus graves problemas financieros, decidieron vender todas sus explotaciones mineras a Duro-Felguera por la cantidad de 12.875.000 pesetas, pasando a formar parte de su consejo de administración como vicepresidentes, para seguir centrando sus esfuerzos en el proyecto de Mina La Camocha.
Los dos pozos verticales – Barredos y Carrio – quedarían unidos mediante varias galerías por debajo del río Nalón y, por encima, mediante el mayor puente colgante metálico que subsiste en Asturias, y franqueados ambos por dos minas tan históricas como abandonadas: Rimoria y “La Sota” o Mina Carrio, ésta última convertida hoy su bocamina en un gallinero, después de haber vivido la mayor tragedia minera asturiana por causas distintas al máximo enemigo del minero, como era al grisú, a la que me referiré ampliamente en este capítulo por las repercusiones que tuvo de cara a la creación del Orfanato Minero, tan importante para los huérfanos y las viudas de los mineros.
En efecto, era un miércoles de noche, 28 de mayo de 1924, cuando una espantosa catástrofe ocurrida en una galería formada sobre la capa Adolfita, en el piso 1º, de la mina “Segunda Vanguardia”, más conocida por “La Sota”, ocasionaba la muerte por asfixia de diez compañeros mineros, llenando de dolor y consternación a toda la familia minera. Esta mina, ubicada, aproximadamente, a poco más de 1,5 kilómetros del centro de Pola de Laviana, en la margen izquierda del río Nalón, era una explotación relativamente moderna, y tenía una plantilla de unos doscientos trabajadores, siendo explotada en arriendo por el ingeniero de minas Joaquín Velasco Martín, a través de un contrato firmado por éste y la “Sociedad Felgueroso Hermanos”, el 10 de junio de 1914.
Aquel maldito día, el segundo relevo había entrado a las tres y media de la tarde, sin notar nada extraño, pero a medida que se adentraban en la galería comenzaron a notar que algo anormal había ocurrido en la mina. El aire se volvía muy impuro y la respiración cada vez se hacía más dificultosa, por lo que dos mineros destinados al taller de la Adolfita, Severino Cuello Suárez y José González González, decidieron salir para, a través de otra persona, Remigio Fueyo, avisar al vigilante general José Vázquez Antuña en su casa, de que había ocurrido un incendio en la mina, mientras el resto del personal abandonaban la explotación. Una vez que el vigilante llegó a la mina, después de recibir la información precisa, decidió penetrar en la mina para sofocar el incendio, formando una brigada de diez hombres, encabezados por él mismo, provistos de un extintor Biosca y varios cubos de agua, a la vez que ordenaba meter unos vagones arrastrados por una mula con materiales para construir un tabique que aislase el fuego. Pero aquellos hombres jamás regresarían a sus casas, porque habían sido envenenados por uno de los aliados del grisú que había salido de sus escondrijos durante la combustión del carbón: el monóxido de carbono.
Siendo las dos y media de la madrugada, llegaba a la mina el capataz jefe Aurelio Fernández Antuña, que había sido avisado en su casa por el cabo de la guardia civil ante la alarma creada por la tardanza de los mineros que habían penetrado en la mina para sofocar el fuego quien, en compañía de dos vigilantes mineros, se dirigieron hacia el lugar del incendio, encontrándose ya con los primeros cadáveres, pero las dificultades para respirar hicieron que saliesen al exterior y se avisara urgentemente a la Brigada de Salvamento Minero de Duro-Felguera, con base en Sama de Langreo, bajo la dirección del facultativo de minas Manuel Fernández García quienes, después de haber logrado desalojar el monóxido de carbono en la mina, conseguían sacar los cuerpos de los mineros fallecidos al exterior, siendo las cuatro de la tarde del jueves, 29 de mayo de 1924.
No obstante, nada mejor para conocer todas y cada una de las características de la mina y el accidente en cuestión que recurrir a un interesante artículo publicado en el diario “El Noroeste” con la firma del famoso técnico minero de la época, Pancracio García López, bajo el título “Una explicación técnica”: (…) la mina de La Sota se compone de tres pisos, casi horizontales, en los que se guía la capa Adolfita, habiéndose formado dos paneles de explotación, uno que asciende por la capa desde la guía base (1ºpiso), hasta la guía de cabeza (2º piso); y otro desde este 2º piso hasta el 3º. Posiblemente hubiera un tercer panel del 3º piso hasta el afloramiento de la capa (el “tapín” en términos populares) pero lo desconocemos. La altura es del orden de 100 metros en cada uno de los dos paneles, talleres o ramplas de explotación, las cuales, como ya sabemos, se dividen en tajos que avanzan a modo de escalera invertida (…) en la mina se llevan los trabajos con arreglo a los métodos más modernos, utilizándose ventiladores mecánicos para la renovación del aire en el interior, y los trabajadores se encuentran muy bien retribuidos, siendo donde más se paga a los obreros y empleados de todas las explotaciones. Las relaciones con el patrono son excelentes, pues para los hijos de los mineros la empresa estaba construyendo una escuela, en cuyos trabajos ayudaban los obreros en sus horas libres (…) el taller de la capa Adolfita, con una inclinación del 15%, se venía explotando entre el piso primero y segundo con normalidad hasta que apareció una falla, y entonces la explotación se hizo más arriba, del segundo al tercer piso, conservando la galería del primero y un poco de comunicación de aire con el segundo (…) para atravesar la falla, se avanzó la galería del piso primero unos 300 metros en estéril, hasta que se encontró la capa de carbón; dándose entonces, un pozo de comunicación de algo más de 100 metros de longitud entre las galerías del piso primero y segundo. A continuación se tapó el pozo de ventilación que quedaba entre la explotación antigua y la falla, llevando la ventilación a la guía de la galería inferior y salir por el pozo nuevo al piso superior, que recorriendo la explotación salía al exterior (…)
Sin embargo, la realidad de los hechos nos demuestra que existieron otras causas en el accidente que produjo la catástrofe minera. Así, con fecha 29 de junio, esto es al día siguiente de producirse el terrible accidente llegaba el ingeniero jefe de Minas en Asturias, Miguel Aldecoa, acompañado por los ingenieros actuarios Melchor de Aubarede y Pedro López Dóriga quienes, después de tomar declaraciones a varios testigos, entre ellos el picador que trabajaba en el primer tajo del taller que se estaba formando después de la falla, éste afirmó que “ese día había dado un barreno en el centro del pastión de pizarra y que después había cargado el barreno con un cartucho y medio de dinamita ordinaria, dando fuego a la mecha a las dos y media de la tarde, y saliendo hacia fuera a la hora del relevo, no sin antes haber escuchado el ruido de la explosión del barreno”. De igual manera se pronunciaría el capataz jefe de la explotación, Aurelio Fernández Antuña, cuando manifestó que el carbón de la capa en el taller se arrancaba a pico y que, únicamente, “se empleaba explosivo en arrancar las partes estériles”, como la del pastión descrito.
De las manifestaciones de estos y otros testigos, así como de las inspecciones realizadas “in situ”, parece deducirse que el disparo del barreno que produjo el incendio a unos 1.300 metros de la bocamina, debió prender fuego al carbón situado por encima o por debajo del pastión, y sin estallar el medio cartucho que produjo el incendio, probablemente al dar el bocazo, iniciándose el fuego hacia las dos y media de la tarde e incrementándose hacia las seis y media, hora en que habían salido los dos trabajadores que se habían apercibido del mismo.
Finalmente, la Autoridad minera consideró que la causa directa que originó la catástrofe fue debida a dos circunstancias: “en primer lugar, a la mala condición originada al producirse un cambio en la dirección del viento, que hizo que los gases de la combustión les llegara de frente envenenándoles, y en segundo lugar, en valorar la incorrecta actuación del vigilante general, ya que una vez le comunicaron dos obreros la existencia del fuego debió ponerlo en conocimiento de su jefe inmediato, el capataz Aurelio, para que tomase las medidas que considerase oportunas y nunca cometer la imprudencia de internarse en la mina en tan peligrosas circunstancias, sabiendo que la capa estaba incendiada. Más aún, sabiendo que no tenía que prestar socorro a persona alguna puesto que nadie había dentro, y lo único que había que temer eran pérdidas materiales producidas por el incendio de la capa. Esta negligente imprudencia se explica por el exceso de buen deseo y pundonor que le animaba y al personal a sus órdenes que perecieron víctimas de su abnegación”.
Una vez que finalizaron los actos fúnebres de los fallecidos, tendría lugar la celebración de un Pleno Extraordinario del Ayuntamiento de Laviana en el que se acordaba abrir una suscripción para las familias de las víctimas, que encabezaría la propia corporación con la cantidad de dos mil pesetas que se iría incrementando hasta las 10.500 pesetas con otras aportaciones, pero ya resultaba grotesco de que las familias de los hombres que más estaban contribuyendo con su esfuerzo y su vida a la industrialización de la región asturiana tuvieran que seguir viviendo de la limosna del pueblo, y los máximos responsables del Sindicato Minero Asturiano, Ramón González Peña y Manuel Llaneza, presentes en la mina desde el primer momento del accidente, comenzaron a fraguar en sus mentes la idea del socialista mierense José de la Fuente de ir a la creación de un Orfelinato Minero. De este dirigente sindical minero se sabe, que en 1901 ya presidía el Gremio de Mineros de la Agrupación de Mieres y que en 1917 había resultado elegido secretario general de la Federación Nacional de Mineros de UGT.
Desgraciadamente, José de la Fuente murió con tan sólo 36 años, pero Manuel Llaneza ya había recogido su testigo, tal y como llegaría a manifestar en uno de sus escritos publicados antes de su fallecimiento en setiembre de 1918, de tal manera que la idea del Orfelinato quedó convertida en una de las prioridades del sindicato que veía como el goteo de accidentes de trabajo hacía crecer el número de hijos sin padre, extendiendo la miseria económica de los huérfanos a sus madres viudas, que no podían costear ni su manutención ni su educación, quedando los niños condenados a la barbarie del trabajo infantil o la mendicidad y a subsistir gracias a la solidaridad de unos vecinos a los que tampoco les sobraba nada para repartir.
Sin embargo, hacer realidad aquella gran obra para los mineros requería de una financiación, cuyo principal obstáculo era el mantenimiento de las instalaciones, una vez que fueran construidas, y el momento llegaría en 1929, casi en los finales de la dictadura militar del general Primo de Rivera, cuando un Real Decreto de 27 de diciembre del citado año, dejaba establecido en Oviedo, con el nombre de Orfanato de Mineros Asturianos, sometida a la jurisdicción del Ministerio de Fomento y bajo la dependencia inmediata del Director General de Minas y Combustibles “con la misión primordial de acoger a los hijos de los obreros de las minas de carbón de Asturias que hubiesen perecido a consecuencia de accidentes de trabajo, o que, por tal causa, sufriesen incapacidad total permanente, y atender a sus necesidades físicas, morales e intelectuales, ajustándose a las normas vigentes en los establecimientos del Estado”.
Para ello se fijó, al margen de otras aportaciones, un canon de 0’25 pesetas por tonelada de carbón en estado de venta extraído de las minas de Asturias, a devengar desde el 1 de Julio de 1929, quedando constituido a partir del 9 de julio de 1930, un patronato constituido por el Director General de Minas, como presidente nato; Presidente de la Diputación Provincial de Oviedo, como vicepresidente; Ingeniero Jefe de Minas del Distrito Minero de Oviedo; otro Ingeniero del Comité Ejecutivo del Combustible; tres vocales patronales propuestos por la Cámara Oficial Minera de Asturias; y por tres vocales obreros designados mediante votación por los trabajadores de las minas de carbón de Asturias, y por un Secretario General permanente con voz y voto propuesto por las representaciones patronales y obreras.
Volviendo al pozo Carrio, tal y como ha quedado dicho, la profundización de su pozo vertical, planificado en 1941 y culminado en 1946, traería consigo la progresiva clausura de las minas de montaña pertenecientes al llamado grupo minero de Laviana, hasta el punto de ser el el único pozo productivo de Hunosa en la cuenca del Nalón, no sin antes haber librado duras batallas sindicales para evitar el cierre de la explotación, y , unido al pozo minero, tratando de buscar la consolidación de su poblado, cada vez más en una coyuntura demográfica más complicada como consecuencia del atentado perpetrado contra el carbón y las comarcas mineras por parte de los gobiernos del PPSOE y sus pandilleros del sindicalismo, al estar sufriendo un desacoplamiento entre su especialización residencial y el empleo minero, hasta el extremo de que en la actualidad existe más población jubilada que activa, lo que origina una cierta melancolía que en absoluto se puede curar por el recuerdo de los mejores tiempos de la lucha obrera y ciudadana, cuando adquirió por propios méritos el sobrenombre de “la pequeña Rusia”.
ANTON SAAVEDRA