Sí, era el 2 de enero de 1889 cuando el grisú, celoso guardián de la riqueza que la tierra atesora en sus entrañas, decidía salir de su madriguera para asesinar a los mineros que habían osado profanar su santuario. Pero el grisú, con los potentes zumbidos de sus mortales explosiones, también tiene sus aliados que se despierta con los potentes estruendos producidos, saliendo inmediatamente de sus escondrijos para acabar con los mineros que se pudieron librar de la explosión: el temible monóxido de carbono, creado por la combustión imperfecta de hulla a que dio origen el grisú con su explosión, y el polvo finísimo, casi impalpable, del carbón, acabando con la esperanza de recuperar con vida a los ¡¡¡ TREINTA MINEROS !!!, fallecidos en el taller de explotación formado sobre la capa “Superior del 1º Piso” de la mina de montaña “La Esperanza” de Boo, también conocida como “El Picu”, de los cuales 24 se encontraban en la zona de la deflagración y los otros 6 morirían cuando entraron al rescate de sus compañeros.
La mina La Esperanza, situada en El Picu de Bóo, formaba parte de las explotaciones que la sociedad minera “La Montañesa” había vendido a Claudio López López, marqués de Comillas, según escritura otorgada en Madrid el 24 de junio de 1884, hasta que la compañía pasó a denominarse Sociedad Hullera Española bajo el mandato del segundo marqués de Comillas, Claudio López Brú, de acuerdo con la escritura notarial firmada en Barcelona en agosto de 1892, y constaba de tres pisos: “La Fontica”, en el primero; “La Plaza”, en el segundo; y “La Esperanza” en el tercero.
“La Montañesa” contaba en el momento de la catástrofe citada con tres grupos mineros en el valle del Aller: Conveniencia, Legalidad y Boo, al frente de los cuales se hallaba el madrileño Manuel Montaves Martínez, un antiguo delineante en las minas de Barruelo de Santullán, erigido en látigo del santo negrero marqués de Comillas en su denominado “coto minero de Dios”, percibiendo un salario anual de 4.800 pesetas, que se vería incrementado hasta las 9.000 pesetas anuales al año siguiente de haber ocurrido la catástrofe, mientras los mineros seguían percibiendo entre las tres y cuatro pesetas diarias por su agotadora jornada laboral de 10/12 horas diarias, que en absoluto les alcanzaba para alimentarse y mucho menos para dedicar una parte de su salario a otros bienes tan necesarios como la vivienda o la escuela de sus hijos.
En el momento del accidente, las tareas que se estaban desarrollando en la mina Esperanza eran de preparación para su posterior deshulle en la zona del paquete denominado MªLuisa, en el cierre sur del Sinclinal de Moreda, con una potencia en sus capas en torno a 1,20 metros de carbón coquizable en una inclinación de 15º. La mina tenía tres pisos abiertos, estando el primero a cota de 520 metros, el segundo a unos veinte metros más arriba y un tercero o superior hacia donde es estaba tratando de calar una chimenea para dar ventilación. La empresa del marqués “La Montañesa” tenía una producción anual de 120.000 toneladas con una plantilla de 600 trabajadores, estando considerada una de las minas de hulla más importantes de España.
El accidente tuvo lugar en el testero de la sobreguía del primer piso, alcanzando al personal que estaban haciendo su tarea en la misma, así como a los que estaban en el coladero, expandiendo las llamas hacia el piso superior y parte por abajo, saliendo por la guía de este primer piso, asfixiando a los trabajadores que se encontraban allí. En el segundo piso, el gas penetró por la chimenea que se estaba dando al tercer piso, atrapando a los cinco trabajadores que estaban allí, de tal manera que tan sólo los trabajadores que se encontraban en el tercer piso pudieron salir ilesos, al no estar calada la chimenea. Precisamente fueron estos, junto con otros mineros que esperaban su relevo en el exterior, los que se lanzaron de inmediato al rescate, sin medir el riesgo y carentes del adecuado instrumental, dejando su vida allí.
Esta capa de carbón desprendía poco grisú, pero como quiera que algunos trabajadores ya habían sufrido quemaduras en otras ocasiones, la empresa había dado orden tajante de prohibir trabajar con candiles en la mina, obligando a utilizar siempre las lámparas de seguridad “Davy”. No obstante, la declaración del vigilante Raimundo Ordoñez en los juzgados de Mieres resultaría absolutamente contradictoria al asegurar que el capataz jefe de la mina, José Díaz Sánchez, le había permitido incumplir tales prescripciones, al aceptar que los mineros trabajasen en la sobreguía donde se produjo la explosión con el viejo candil de llama abierta.
Al respecto, resultan más que grotescas e indecentes las informaciones aparecidas en los diarios asturianos sobre las causas del accidente, caso concreto de “El Carbayón” quien, según su reportero Miguel Paredes, que había bajado a la mina por primera vez en su vida, acompañado del ingeniero de minas Santos de Arana, y el apoderado de la empresa del marqués, Inocencio Sela y Sampil, manifiesta que “es indudable que a la imprudencia de un minero se debe esta horrible catástrofe. Todos, según se me dice, llevaban lámparas de seguridad y se cree que alguien encendió alguna cerilla aplicándola a las rejillas o bien porque se haya quebrantado ésta por efecto de algún golpe. Los desperfectos en el interior de la mina no fueron de consideración. Sólo en el punto en donde ocurrió la explosión vinieron al suelo o se resintieron varias entibaciones y quedaron destrozados algunos vagones y muerto el buey que los conducía”. En la misma línea se pronunciaría el periódico gijonés “El Comercio”, coincidentes ambos “voceros”, incrustados o “sobornados” por la patronal en los distintos panfletos periodísticos, para hacer pública la información recogida en el mismo “laboratorio patronal-jefatura de Minas”, cuando dice que “la causa fue debida a una imprudencia temeraria de alguno de los cinco obreros que estaban trabajando en el testero de la sobreguía”.
En esta ocasión, también la prensa nacional se hacía eco de la catástrofe minera a través del periódico madrileño “El País”, cuando un corresponsal anónimo de Pola de Lena comenta que “en parte enviado al juez de instrucción, el número de víctimas se hace ascender a 35, pero posteriormente, y con más positivos datos, calcúlase que los muertos en la formidable explosión llegan a 48, sin contar 2 heridos, que probablemente hayan fallecido ya a estas horas”. Su conocimiento de la “formidable explosión” es tan exhaustivo que pide “se exijan responsabilidades a los facultativos que están al frente de dichas minas, o cualesquiera otros a quienes alcance en algún concepto”. También comenta que “dentro de la mina había tren, mulas y bueyes, de que no se ha encontrado aún huella en los primeros reconocimientos practicados” (…) hay que actuar con energía y sin consideración de ninguna clase, pues deja a más de 50 familias sumidas en la orfandad y la miseria”. Lo más denigrante es que este tipo de información tan indecentemente cocinada, se viene repitiendo desgraciadamente en muchos de los accidentes mineros recientes, caso concreto en la catástrofe de Nicolasa a la que nos referiremos en el capítulo correspondiente.
La inspección realizada por los técnicos una vez finalizado el rescate de los mineros afectados – 28 muertos y tres heridos, dos de extrema gravedad que fallecían al poco tiempo, haciendo el número total de 30 compañeros mineros asesinados por el grisú – ratificaba que efectivamente, el foco del siniestro estuvo en la sobreguía del 1º piso, llegando a conclusi0nes bastante indefinidas, tanto en la argumentación de la aparición de gas en concentraciones explosivas como en la explicación de foco de calor que lo hiciera deflagar. Eso sí, para los ingenieros Actuarios de la jefatura de Minas, Enrique Pérez Bringas y Guillermo la Sala, las circunstancias que propiciaron el aumento del gas para nada venían condicionadas por las oscilaciones barométricas, pues la seguridad de la mina se venía ejecutando “con arreglo a lo que ordena el arte y la ciencia en toda explotación de carbón, a la vez que dejaban muy claro en su informe que alguno de los trabajadores de la sobreguía había generado una llama desnuda, bien de forma temeraria (encendiendo una cerilla para fumar o abriendo la lámpara de seguridad) o bien por accidente (algún golpe que rompiera la redecilla), desencadenando así la tragedia”. No, no se trataba de la llama procedente de los candiles denunciados por el vigilante Raimundo Ordoñez en los juzgados de Mieres; tampoco se trataba de la malísima ventilación existente en la mina, único enemigo efectivo que tiene el grisú y sus aliados, hasta el extremo de poder afirmar rotundamente que “con una buena ventilación el grisú nunca ataca por estar seguro de su derrota”. Se trataba de los “locos” mineros que atentaban contra su propia vida fumando en los testeros, para dejar a sus hijos y demás familia en la más de las pauperrimas miserias, sin salarios ni pensiones de ninguna clase.
¡¡¡ Vamos, que se divulgaron informaciones eximiendo a la patronal de toda responsabilidad, mientras serviles y rastreros limacos, rastacueros y mendaces personajes trataban de exculpar a los patronos residentes en Madrid de que aquella catástrofe, aquel asesinato colectivo, de ninguna de las maneras era achacable a una empresa tan santa como la del marqués de Comillas, que todo había sido por la irresponsabilidad de unos apestados mineros, que de haber existido la Inquisición, además de haber alcanzado la muerte en aquella terrible tragedia, hubieran sido condenados de alma, de historia y de memoria por los siglos de los siglos, como hacían los inquisidores de la santa iglesia católica, apostólica y romana, tan adorada por el “amu del coto minero de Dios” !!! Como bien afirmaría mi admirado minero escritor, Albino Suárez, en su revista del ALTO NALON, “la mina y la vida minera están indisolublemente ligada a la tragedia. Y a la muerte. Al luto y al drama. Y, en mayor o menor medida, a un silencio histórico convenido y, en otras ocasiones, a una leyenda negra manipulada por intereses y servilismos”.
Sin embargo, tan seguros estaban estos dos ingenieros Actuarios – tampoco se sabe si actuaban al servicio de la jefatura de minas o de la propia patronal, quizá de las dos instituciones a la vez -, de que la ventilación en la mina se venía ejecutando “con arreglo a los que ordena el arte y la ciencia en toda explotación…” que, con fecha 4 de enero, esto es a los dos días de ocurrida la catástrofe, enviaban una comunicación escrita al director de la mina, Manuel Montaves, con las siguientes prescripciones para su obligado cumplimiento: “Ante todo es necesario que dos cuadrillas de entibadores, cada una con un vigilante y provistos de lámparas de seguridad cuidadosamente inspeccionadas (…) restablecer las maderas de la fortificación de la galerías (…) colocar una puerta en la galería del primer piso (2º piso) entre el plano inclinado que va al subpiso y la boca de la galería (…) avanzar todo lo posible la galería del subpiso hasta llevarla debajo de la guía del primero (…) reglamentar el servicio de lampistería con un encargado de la limpieza de las lámparas que las entregará encendidas y limpias, cerradas y en perfecto estado a los obreros (…) se prohibirá cualquier cuerpo cuya combustión pueda producir llama (…) a medida que vaya avanzando la explotación y las galerías vayan acumulando en longitud, favorecer por medios artificiales la ventilación natural (…) la contravención a estas disposiciones será castigada con la expulsión, sin perjuicio de pasar a los tribunales (…)”.
Resulta curioso comprobar que las víctimas, viviendo todos en la localidad allerana de Bóo, ninguno de ellos era natural de esta localidad, siendo la mayoría de los concejos morciniego y mierense, lo que daría lugar a alguna que otra interpretación sociológica en el sentido de que los nativos alleranos de Bóo preferían, por aquel entonces, seguir aferrados a las labores agrícolas y ganaderas, aunque la realidad era que la mayoría de los trabajadores habían sido reclutados en los concejos limítrofes debido, fundamentalmente, a las bajas y las muertes que estaba ocasionando una epidemia de viruela desatada en noviembre de 1888 que amenazaba con asolar la parroquia.
De hecho, dos meses antes de la terrible catástrofe en la mina “La Esperanza”, el mismísimo Manuel Montaves lo expresaba así en una carta dirigida al gerente de la empresa, Felix Parent: “anoche murieron dos de nuestros mineros en Bóo, de la viruela, ; dos mozos fuertes y robustos. Uno de ellos lo teníamos al pie del plano secundario, de enganchador y basculador, y el otro estaba en la plaza de clasificación. Los dos eran buenas personas. Al paso que vamos, en Bóo o naturales de allí, sólo se van a quedar los viejos (…) La explotación de Bóo cerrará por fuerza al paso que vamos (…) Veo que me voy a quedar sin un minero y todos me van a marchar”.
Por si no fueran suficientes los entierros de los más de 70 fallecidos por aquella enfermedad devastadora en la Europa del siglo VIII, causada por el virus variola, hecho que motivó la apertura del actual cementerio parroquial en Bustiyé, ya que el existente al lado de la Iglesia de San Juan Bautista no tenía capacidad para albergar tantos muertos, con fecha 3 de enero de 1889 había que sumar los cadáveres de los mineros muertos en la catástrofe de la mina “Esperanza”, los cuales serían acompañados hasta su última morada por una impresionante manifestación de gente procedente del concejo allerano y de los municipios cercanos. No obstante, volviendo al “silencio histórico convenido para la mina y la vida minera…” al que se refiere mi amigo Albino Suárez, habrían de pasar muchos años, durante los cuales la gente hablábamos del accidente de la mina “La Esperanza” como algo que había ocurrido muy remotamente, aunque de una manera totalmente imprecisa, hasta que apareció por la zona de Bóo un estudioso de la historia minera de Asturias, mi amigo José Manuel Miranda, un ATS jubilado de Hunosa quien, hablando con los viejos mineros del lugar acabaron congregados ante la bocamina “El Picu” para, desde allí mismo, parir la idea de colocar una placa conmemorativa en la que quedaran grabados todos los nombres de los compañeros mineros fallecidos, una obra cuyo coste de 34.000 pesetas sería sufragada mediante una cuestación popular, para ser inaugurada el 14 de setiembre de 1997, con la intervención del propio Miranda, entre otros, hasta que, años después, un 13 de enero de 2001, coincidiendo con el 102 aniversario de la efemérides, el pueblo de Bóo volvía a homenajear a los mineros fallecidos con un programa de actos organizado por la Asociación San Juan Bautista, la Hermandad de la Virgen de la Peña y el Grupo Coleccionista Minero Investigador (GRUCOMI), siendo presididos por el alcalde de Aller, Gabriel Pérez Villalta.
ANTON SAAVEDRA