Esta mañana, al levantarme, siento que mi mente vacila por unos momentos y no hace más que preguntarse, una y mil veces: ¿Que ha ocurrido? ¿Por qué hemos llegado a esta situación? ¡No puede ser cierto lo que nos está ocurriendo en España! Pero una vez en suelo firme, y constatada la realidad del reinado del coronavirus (COVID-19), me preparo para mentalizarme en el sentido de que no me quedan más cojones que asumir la realidad que comienzo a vivir confinado en mi casa durante, al menos, los próximos 15 días, privado de libertad para circular por la calle, de acuerdo con el decreto del gobierno promulgando el Estado de Alarma en todo el territorio español.
Lo primero que se me ocurre es comenzar a redactar una especie de diario donde recoger todos los pormenores que vayan ocurriendo durante el confinamiento, relatados de una manera fiel, esto es, llamando en todo momento a las cosas por su nombre y apellidos. Ello, no solo me servirá como terapia, sino también, y principalmente, como una herramienta válida ante cualquier otra catástrofe que pueda presentarse.
Lógicamente, comenzaré desde la fecha del 30 de enero de 2019, fecha en la que se produce el primer aviso serio de lo que hoy significa la guerra contra el coronavirus (COVID-19).
En efecto, nos remontaremos necesariamente a la fecha del 31 de enero, cuando quedaba confirmado por el Centro Nacional de Microbiología del primer caso de coronavirus en la isla canaria de La Gomera. A miles de kilómetros de distancia, en China, ya se estaba librando una dura batalla contra la enfermedad, quedando confinada la provincia de Hubei. La práctica totalidad de los medios de comunicación, especialmente los conocidos tertulianos y tertulianas televisivos de “a tanto la palabra”, llevaban días informando del virus que prendía como la pólvora en el pueblo chino – menos mal que no se trataba de Venezuela o Cuba -, pero en Europa, en España, estaba todo perfectamente controlado.
Claro que el gobierno y la oposición lo sabían, pero primaba la precampaña electoral del País Vasco y Galicia, cuyas elecciones habían quedado convocadas para el 5 de abril de 2020.
El día anterior, 30 de enero, en una reunión técnica que tuvo lugar en el ministerio de Sanidad, uno de los expertos en Salud Pública de la Organización Médica Colegial (Juan Martínez Hernández) alertaba al gobierno sobre los grandes peligros que suponía la presencia del coronavirus que podía ocasionar infecciones graves y mortales y contra los que no había todavía ni vacuna ni tratamiento, pero la mayoría de los expertos, entre los que se encontraba el director del Centro de Control de Alertas y Emergencias de Sanidad, Fernando Simón, desoyeron las alertas expuestas y decidieron quitarle importancia. Es decir, el gobierno tenía datos, lo sabía, pero, quizás pensando más en el perjuicio que esto podía suponer para la economía impuso la inacción. Hoy se sabe que, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), la agencia estatal de investigación adscrita al Ministerio de Ciencia e Innovación, advirtió al Gobierno “desde el primer momento” de la “gravedad” del brote de coronavirus, pero el gobierno de España no decretó el Estado de Alarma hasta el día 14, cuando la cifra de muertos por el Covid-19 se elevaba entonces a 136.
Así llegamos al 4 de febrero cuando quedaba constituido un Comité de Coordinación Interministerial presidido por la vicepresidenta primera del gobierno, Carmen Calvo Poyato, sin que hubiera ningún muerto, aunque sí 22 casos de infección. Ese día, el gobierno de España hacía público el mensaje de que la situación estaba controlada y que “los protocolos estaban funcionando”. Lógicamente, al no contemplar peligro alguno, tampoco se adoptaron las decisiones políticas requeridas, sin que se procediera a la adquisición de equipos de protección, acondicionamiento de centros o adquisición de equipos de ventilación mecánica, siempre en previsión de lo que pudiera ocurrir. ¿No hubiera resultado más barato haber usado el presupuesto para la adquisición de estos y otros elementos necesarios, apartando, por un momento, la vista de las pizarras presupuestarias y, sobre todo, pensando en priorizar la evitación de la pérdida de una sola vida humana?
Nos encontramos en la fecha del 13 de febrero cuando se registra el primer muerto en la provincia de Valencia, aunque no se tuvo conocimiento de ello hasta 20 días más tarde, esto es, el 4 de marzo. Una necropsia desvelaba el misterio de la neumonía “de origen desconocido” que había matado al paciente, pero en esos momentos el número de casos confirmados ya era de 160 infectados, siete de ellos en la UCI.
El 19 de febrero, el equipo de fútbol del Valencia viajaba a Milán para jugar el partido para la Champions League contra el Atalanta, siendo acompañado por más de 2.500 aficionados, a pesar de que la epidemia avanzaba a un ritmo alarmante en el país italiano, teniendo que suspender a los cuatro días los mundialmente famosos carnavales de Venecia a la vez que se procedía a la clausura de colegios, universidades y recintos de ocio en todo el norte de Italia. En China ocurría más de lo mismo, la alarma seguía extendiéndose y el gobierno chino procedió a cerrar los comercios, decretando aislamientos de la población.
Sin embargo, a finales de febrero, el gobierno de España todavía seguía ajeno a los peligros del coronavirus, dando prioridad, como el resto de los otros partidos políticos, a los mítines para las elecciones del 5 de abril en Galicia y País Vasco, mientras el virus iba ganando posiciones. Las bolsas comenzaban a hundirse ante el miedo del dinero que adelantaba lo que estaba por venir, dándose la coincidencia de que ese mismo día, 24 de febrero, el director de la Organización Mundial de la Salud (OMS) advertía de que el COVID-19 era una “amenaza real” y en Italia ya eran siete los muertos. Sería el 27 de febrero cuando el Ministerio de Sanidad hacía públicas sus primeras instrucciones al respecto: “En caso de tener fiebre o síntomas gripales y siempre que se haya estado en zona de riesgo en los últimos 14 días o en contacto con personas diagnosticadas de portar el virus, deberá permanecer en su domicilio y llamar al 112”.
En plena precampaña para las elecciones en Euskadi, en un acto celebrado en Vitoria con fecha 1 de marzo, el presidente del gobierno y secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, pedía “confianza en la comunidad científica y en el sistema de sanidad pública que garantizaba la protección de la salud de todos los ciudadanos” a la vez que aseguraba que el gobierno trabajaba “codo con codo” con los ejecutivos autonómicos: “En este tipo de crisis no cuenta la ideología ni las opiniones, lo que cuenta es la ciencia y el conocimiento”, pero ese conocimiento que se había obviado un mes antes, cuando el gobierno descartaba la “explosión del caso”, seguía poniendo vendas en los ojos de nuestros gobernantes y dirigentes del PSOE, hasta el extremo de que su presidenta federal, Cristina Narbona, convocara una rueda de prensa el 2 de marzo para hacer una llamada a la movilización para que el día 8 de marzo “se vea a hombres y mujeres que comparten el grito en la calle contra el machismo”, convocatoria que sería rematada al día siguiente por la vicepresidenta primera del gobierno, Carmen Calvo Poyato, cuando afirmó públicamente: “Vamos a volver a salir para dar la mejor imagen de España”. No seré yo quien afirme que las manifestaciones del 8-M fueran el factor principal que precipitó la epidemia en Madrid, pero sí que fue uno más, y muy multitudinario.
La realidad fue que, con los ojos de nuestros gobernantes vendados y sus orejas taponadas, entre los días 5 y 8 de marzo, se produce un salto cuantitativo cuando se pasa de 90 a 202 infectados por el coronavirus y 8 muertos, confirmándose el primer fallecido en la fecha del 4 de marzo, aunque la muerte ya se había producido 20 días antes.
Pero, las manifestaciones convocadas para el 8-M se mantuvieron y se alentaron en toda España, acudiendo a las mismas cientos de miles de personas, sobresaliendo las convocadas en Madrid y Barcelona, aunque – todo hay que decirlo – no solo fueron las manifestaciones de las mujeres, sino también hubo partidos de fútbol y baloncesto, Vox celebraba su congreso multitudinario en el pabellón madrileño de Bellavista y se permitió el inicio de las Fallas en Valencia, asi como todo tipo de actos y espectáculos que concentraron a miles y miles de personas. Lo más irresponsable de lo ocurrido, desde mi punto de vista, fue la actuación del gobierno que, a pesar de que su portavoz en materia sanitaria, Fernando Simón, había reconocido públicamente la trasmisión comunitaria en Madrid, Vitoria y Labastida, seguía sin adoptar las medidas necesarias para la catástrofe que se avecinaba, aunque Madrid y el País Vasco, las dos regiones más afectadas, procedían al cierre de colegios, institutos, escuelas y universidades.
Estamos a 10 de marzo, cuando el ministro de Sanidad, el filosofo catalán Salvador Illa, después de que admitiera que Madrid y Vitoria suponían un alto foco de contagio, se procedía a convocar la Comisión Interministerial sobre el COVID-19 que sería presidida por el propio presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, para analizar la situación, pero sin adoptar medidas contundentes, si no, más bien, para seguir amagando, a pesar de que el goteo de afectados por el virus continuaba, dándose en personas significativas como el secretario general de Vox, Ortega-Smith, el presidente del mismo partido, Santiago Abascal, la ministra de Igualdad, Irene Montero, la ministra de Política Territorial, Carolina Darías, la esposa del presidente del Gobierno, Begoña Gómez, la expresidenta del Congreso de los Diputados, Ana Pastor, la presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Días Ayuso, la vicepresidenta primera del Gobierno de España, Carmen Calvo, el presidente de la Generalitat, Quim Torra o el lider catalán de Esquerra Republicana de Cataluña, Pere Aragonés, entre otros muchos.
Así se llegó al 12 de marzo, cuando el Gobierno de España celebraba un Consejo de Ministros extraordinario para anunciar una serie de medidas, aunque sin concretar, pero dejando entrever la declaración del Estado de Alarma que ya venían vaticinando los medios de comunicación, optando por no dar el paso amparándose en el consejo de los científicos y en el “dinamismo” del virus. No obstante, se decidió el cierre de la enseñanza en toda España, de tal manera que los ciudadanos se alarmaron y corrieron a los supermercados para hacer acopio de víveres y papel higiénico hasta dejar por momentos las estanterías casi vacías. Las bolsas, no las de la compra de los clientes que usan en los supermercados, sino las otra donde los poderosos se juegan el dinero sufrían un descalabro, y aquello no anunciaba nada bueno.
El día 14 de marzo, esto es, a los dos días de aquel Consejo de Ministros extraordinario y 44 días después del aviso del 30 de enero, el Gobierno de España decretaba el Estado de Alarma, hablando el presidente, Pedro Sánchez, de una “crisis extraordinaria” en la que prometía movilizar “todos los recursos del Estado”, quedando confinado en sus casas todo el pueblo español, salvo las personas que por su profesión tuvieran que servir prestando sus tareas adoptando ciertas precauciones. A partir de aquí, cada cual que saque sus conclusiones a la hora de juzgar al gobierno en sus aciertos o en sus errores o, lo que sería peor y más rechazable, sus negligencias.
Tranquilos, que no cunda el pánico, está todo bajo control, nos decían desde el gobierno, cuando, de repente nos ordenan meternos en la jaula, confinados durante 15 días, por lo menos, por decreto del Estado de Alarma. Desde luego, si lo que temía el gobierno era la histeria colectiva, la táctica empleada fue de total acierto porque la ciudadanía siguió – seguimos – con la alegría acostumbrada, asistiendo a nuestras tertulias diarias en los chigres, a los estadios de fútbol, a los espectáculos programados, viajando en los trenes y autobuses abarrotados para acudir al trabajo, sobre todo, incluyendo las multitudinarias manifestaciones del 8-M, entre besos y abrazos, entre estornudos y toses, por mucho que la ministra de Igualdad, Irene Montero, una de las primeras infectadas por coronavirus trate ahora de parapetarse tras los expertos diciendo que las marchas masivas de aquel domingo “no fueron el problema”. Unas declaraciones que contrastan con las de el ministro de Sanidad, Salvador Illa, quien ante los diputados admitía: “Si hubiéramos sabido lo que iba a pasar, claro que hubiéramos adoptado medidas, no el 8 de marzo sino 10 días antes”. No, compañera Irene Montero, te admiro y valoro mucho tu actividad y valentía política, pero en absoluto me importa que pertenezcas a UNIDAS PODEMOS, al PSOE, al PP o Ciudadanos. Pienso que te has equivocado, que has cometido una grave irresponsabilidad, y lo mejor que puedes hacer ahora es reponerte de tu enfermedad y no seguir insistiendo en justificar lo injustificable.
Creo que una pandemia como la que nos ha tocado en suerte gracias al coronavirus COVIC-19 tiene que servir para que todos nos replanteemos nuestra existencia y nuestro modo de vida. En las crisis es cuando suelen quedar al descubierto los aspectos superfluos o excesivos de nuestra cotidianidad y cuando más claramente se aprecia lo que es sustancial de verdad. Creo que esta pandemia tiene que servir para que salgamos – menos aquellos y aquellas que han sido víctimas de ella -, más fortalecidos, humana y solidariamente. Ese es mi objetivo, y por él seguiré ofreciendo todo mi esfuerzo y colaboración a todas las causas justas, sean del color que sean y ocurran en cualquier parte del único mundo que existe.