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DIARIO DE UN CONFINAMIENTO: 15 de mayo

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15 de mayo

Se cumplen 62 días de mi arresto domiciliario, salvo las dos horas que me dejan de libertad provisional. Después de dar dos vueltas al parque de Sama, me dispongo a tomar el cafetín de por la mañana y observo que se suceden las reyertas partidistas que se suceden en casi todas las mesas de la terraza a la hora de enfrentarse a la doble crisis sanitaria y económica que ha producido el coronavirus y que, pónganse como se pongan, exige acuerdos de largo alcance de todas las fuerzas políticas para tratar de mitigar las graves consecuencias que tenemos encima de la mesa, en muchas de las cuales ya falta el pan, pero el colmillo sectario y partidista que desgarra la vida política en nuestro país desde casi siempre sigue procediendo con la misma inquina que antes, como si no existiesen 27.459 muertos y 230.183 infectados, tal y como estoy viendo en el panel del ministerio de Sanidad que se ha llevado ya el COVID-19 y como si no se sintiera la cada vez más la fuerte brisa que ha empezado a soplar cuando la mayor parte de los sectores económicos se asoman al abismo tras haber tenido que frenar en seco su actividad.

Fuente: Ministerio de Sanidad (14 de mayo de 2020)

Yo he decido abstenerme de entrar en cualquier discusión, muy distinto a lo que tendría que ser un debate con algo de conocimiento sobre lo que se habla, pero no, los relatos que se pretenden imponer es que, del lado de los nuestros, sean quienes sean, todo se está haciendo bien y que sin embargo los otros, los adversarios – para ellos enemigos – lo están haciendo rematadamente mal.

Y, yo me pregunto: mientras la gente se sigue enredando en emociones, sentimientos y discusiones ideológicas, desde mi punto de vista tan respetables unas como la otras – cuestión muy distinta es que puedan ser o no compartidas -, ¿en qué estará pensando el bicho? Es evidente que no piensa en nada. Si quisiéramos hacernos una idea de su estrategia podríamos hasta compararlo con el fuego. No tiene ningún plan, solo progresa si encuentra combustible. No obstante, como especie están demostrando ser mucho más hábiles que nosotros porque no tienen cada uno su opinión, en la mayoría de las veces una opinión consignada desde las élites de los respectivos partidos.

Tal parece que hayamos ganado la batalla contra la saturación de los hospitales, pero el bicho todavía está por ahí rondando sin que se haya producido logro alguno para su exterminio. Frente al bicho solamente hemos levantado un cortafuegos para ganar tiempo contra un incendio que todavía parece estar lejos de su extinción. Es decir, si rompemos el cortafuegos, el bosque que se encuentra al otro lado prenderá con intensidad, porque el problema en este incendio que se está tratando de apagar no es cómo de grande sea el foco, sino cuánto bosque queda por quemar. Han pasado, efectivamente, 62 días de cautiverio y seguimos estando más pendientes de las disputas entre los políticos, tanto desde el gobierno como desde la oposición, y de los tertulianos y tertulianas que no hacen sino de voceros de “a tanto precio la palabra o la línea” al servicio de los partidos, intoxicando y desinformando, cuando no metiendo el pánico entre la gente, pero nos hemos olvidado de los científicos y de los bomberos que, pienso, deben de ser los que saben algo de cómo actuar en esta catástrofe. En este panorama es hasta probable que nuestra torpe avidez competitiva nos esté haciendo considerar el cambio de la desescalada como un éxito o un premio en lugar de una responsabilidad, mientras que nadie desea para su comunidad que le retiren el cortafuegos que nos está protegiendo a todos del fuego

Es evidente que durante un cautiverio como el que nos ha tocado vivir nos permite leer todo lo habido y por haber y a ello estoy dedicando gran parte de mi tiempo desde el primer día, llegando en este asunto de la pandemia del COVID-19 a una clara conclusión: que a pesar de que ya habíamos recibido bastantes toques de atención, el coronavirus nos ha vuelto a coger por sorpresa, siendo ya muy conscientes de que no será la última vez. Vendrán má virus y má males y volverán a sorprendernos, y seguiremos discutiendo en las terrazas de las cafeterías y en los chigres – los que no acaben en el cementerio o en los hornos crematorios – tal y como si todos los días fueran lunes para hablar de los partidos de fútbol jugados el domingo. Y los remedios que se volverán a improvisar y se pondrán en práctica se diseñarán con la misma estrategia estúpida de siempre, en unos casos con los “unos” en el gobierno y en otros momentos con los “otros” en la oposición carroñera, pero siempre mirando por el rabillo del ojo a su propio electorado, a su propio sistema de salud sin adoptar medidas para su reforzamiento, a su propia educación -fundamental para enfrentarse a situaciones como las que estamos viviendo, sin falta de echar el ejército a la calle -, a su “tejido” industrial, a su propia nada.

“Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea quizás sea más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. (Albert Camus).

A lo largo de los siglos, el Viejo Continente ha sufrido epidemias cada pocos años. Una de ellas resultó especialmente nociva, hasta el extremo de que su nombre se sigue utilizando hoy a la hora de designar cualquier patología, infecciosa o no, que provoca una gran mortandad. Me refiero, claro está, a la peste, aparecida allá por el año 1348, permaneciendo en la memoria histórica como la más dañina, alcanzando tal grado devastador que un tercio de la población europea sucumbió a sus estragos. Pero regresaría en varias ocasiones, más o menos regulares: 1363, 1374, 1383, 1389, aunque nunca con aquella intensidad letal. Nos preguntaremos obligatoriamente quienes fueron los culpables, buscando siempre el chivo expiatorio al que culpar entre los extranjeros y marginados sociales como los leprosos, entre otros. La angustia hacía que los testigos proporcionaran evaluaciones muy exageradas de los hechos, dándose el caso de que el propio Bocaccio, en el Decamerón, llegó a afirmar que en Florencia murieron más de cien mil personas durante la peste de 1348 cuando la ciudad italiana no tenía por aquel entonces tantos habitantes.

Las crónicas sobre epidemias en diversos siglos nos enseñan cómo el peligro de contagio desataba episodios de auténtica crueldad. En la ciudad alemana de Wittenberg, por ejemplo, durante la peste de 1539, se produjo un auténtico sálvese quien pueda. Martin Lutero, el líder de la Reforma protestante, observó que sus conciudadanos huían despavoridos llevados por la histeria. Los enfermos no tenían quien les prestara cuidado, de tal manera que el miedo llegó a ser un mal mucho más terrible que el de la propia enfermedad, llegando incluso a perturbar de tal manera el cerebro de la gente que llegaron hasta despreocuparse de sus propias familias.

La última gran epidemia de peste que asoló Europa tendría lugar en la localidad francesa de Marsella allá por el año 1720, desapareciendo la misma del Viejo Continente, para ser sustituida por otras plagas terribles, aunque no tan mortíferas, como la viruela, el tifus o la fiebre amarilla – ¿Quién de mi generación no sufrió de alguna de ellas? Concretamente, hablando de la fiebre amarilla, que asolaría a la comunidad de Andalucía entre los años 1800 y 1804, en un intento de hallar una explicación, se discutía si el miedo era el causante del contagio, aunque las voces más sensatas respondían que aquello no podía ser, debido a que los hombres valientes morían en mayor cantidad que las mujeres “tímidas” o los niños. Además, seguían diciendo, no se había observado que en el Ejército o en la Marina hubiera má afectados. Eso es lo que hubiera debido suceder de ser cierta la hipótesis: en el combate se experimenta temor.

La pandemia de 1918 fue la peor catástrofe sanitaria de la historia, una crisis mundial de población que quedó eclipsada por los últimos compases de la Primera Guerra Mundial. Aunque la falta de registros precisos dificulta el recuento, los investigadores sitúan entre 40 y 100 millones el número de muertes directamente imputables a la pandemia gripal de 1918. Cuando se cumplen 100 años desde su aparición, no existe consenso sobre su origen; tradicionalmente se apunta a un campamento de instrucción del ejército estadounidense en Kansas, pero hay indicios que también permiten pensar en el importante campamento británico establecido en la localidad de Étaples-sur-Mer, al norte de Francia.

Así llegamos al año 1918, con la gripe española, una pandemia tan letal como las peores de los siglos pasados, causante de la muerte de cuarenta millones de personas en todo el mundo – solamente en España causó 300.000 víctimas -, la cual se había presentado cuando apenas se había salido de las calamidades ocasionadas por la Primera Guerra Mundial, encontrándose los servicios médicos totalmente desbordados ante aquella amenaza de origen incierto. En aquel ambiente de angustia, la prensa francesa, siempre muy dada a echar la culpa a los demás, no dudó en culpar de la gripe al enemigo germano, haciendo circular el rumor sobre unas conservas llegadas desde España en las que los agentes del káiser habrían introducido agentes patógenos. Lo cierto fue que Alemania se vio igualmente afectada por la gripe, siendo el día de hoy que, a pesar de los servicios del contraespionaje francés, nada se pudo demostrar de la práctica de una guerra biológica.

El siguiente episodio de pánico lo vivimos en los años ochenta, provocado por el virus del sida, donde os homosexuales y los drogadictos pasaron a ser los nuevos apestados en un clima en el que la histeria, una vez más, desencadenó actitudes persecutorias hacia los más débiles.

Hoy, como en el pasado, tampoco faltan las típicas conspiraciones, que, si China fue el causante de la pandemia en su pugna por la hegemonía mundial, o viceversa. Que si fueron los del Trump quienes llevaron el virus a la China, que si patatín que si patatán. Es una cuestión que, posiblemente no sabremos, aunque todos los imperios tienen auges y caídas y todo parece indicar que la decadencia apunta hacia los Estados Unidos y el auge por el control del mundo apunte hacia la China.

Una de las conclusiones que he sacado de mis lecturas sobre las pandemias es que han servido para impulsar o destruir grandes imperios a la vez que causaron profundos cambios económicos y sociales a lo largo de los siglos. La rapidez con que un puñado de conquistadores españoles desmanteló, por ejemplo, las estructuras de poder de los pueblos precolombinos, formados por millones de personas, no se debió solo a su superioridad militar, sino también y, sobre todo, a las enfermedades que traían consigo y ante la que las poblaciones indígenas carecían de defensas. En cambio, cuando casi tres siglos después otros europeos, en este caso las tropas francesas, llegaron a Haití para reprimir la revuelta de los esclavos, cayeron derrotados por una terrible epidemia y no pudieron hacer nada para evitar la emancipación.

Ni los hipócrita representantes de Dios se salvan de las pandemias, tal y como queda demostrado cuando en el año 1632, la muerte de diez cardenales en Roma llevó al papa Urbano VII a exhortar a Occidente a encontrar una cura para la malaria, de tal manera que, pocos años después de su descubrimiento, las propiedades de la quinina serviría para movilizar a las grandes potencias imperiales a hacerse con el control de la mayor cantidad posible del compuesto, con un objetivo muy claro para, no solo consolidar su poder sino para extenderlo hacia otras zonas de interés, quedando la sustancia descubierta en el más valioso instrumento de poder político y, a la vez, en un estímulo para seguir ampliando el dominio sobre nuevos territorios.

Hasta épocas relativamente recientes, las enfermedades constituyeron un factor que servían para inclinar batallas de un lado a otro. Es conocida la epidemia de cólera que mató en 1832 a diecinueve mil parisinos. Por aquel entonces circulaba por la ciudad una teoría de la conspiración según la cual el nefasto e impopular Luis Felipe de Orleáns había envenenado los depósitos de agua, siendo este el detonante de un gran estallido de violencia que las fuerzas del orden no pudieron contener, alimentando la imagen entre las élites y la administración del Estado de que las clases humildes eran muy peligrosas, de tal manera que esa percepción sirvió durante todo el siglo XIX, en pleno desarrollo de la Revolución Industrial y la emergencia de la clase obrera, para justificar los durísimos ejemplos de represión en la capital francesa, como el de la Comuna de 1871, con decenas de miles de ejecuciones.

Lógicamente, el COVID-19 no ha alcanzado la dimensión de epidemias pasadas, entre otras cuestiones, porque la medicina y los sistemas sanitarios – muy mejorables todos ellos – son mucho más avanzados. En cualquier caso, de la misma manera que las epidemias han forjado la historia humana, también los humanos han dado forma a la extensión de estas enfermedades. Es verdad que las epidemias no dependen de los humanos, pero no es menos cierto que las vulnerabilidades a través de las que estas nos atacan sí, como cuando la Revolución Industrial llevó a la concentración de población en muy poco espacio, en las ciudades, dejando las aldeas y los pueblos prácticamente despoblados. De la misma manera que la globalización explica que el COVID-19 se esté expandiendo a una velocidad de crucero, mucho más elevada que otras epidemias anteriores, ¿tendrá esta enfermedad la misma capacidad de influir sobre la humanidad que en otros casos? Lo vamos a ver enseguida, pero lo primero, pongamos freno a tanta muerte de las personas, especialmente a nuestros viejos, a los que debemos la libertad y las conquistas sociales logradas a sangre y fuego, como nuestro sistema público de sanidad, aunque ahora no les hayan servido, cuando muchos de ellos han muerto en el más absoluto de los abandonos y cuidados sanitarios.

Buenas noches y hasta mañana. Salud y República.


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