Pese a estos obstáculos, con datos recopilados hasta el 7 de abril, la multinacional DomusVi –controlada por un fondo de inversión británico– tiene ocho centros repartidos por seis comunidades con más de cinco fallecimientos. El total de mayores muertos en esos ocho centros es de al menos 152, con lugares como Alcoi (Alicante) que llevaba contabilizados 40 decesos hace una semana o Arroyo de la Encomienda (Valladolid) que sumaba 32 hace cinco días.
La muerte de miles y miles de “ancianos”, ha dejado a su paso un horror vacui. La muerte indigna de nuestro propio pasado ha puesto al descubierto el espectáculo dantesco de la deshumanización y la crueldad en pleno siglo XXI. Maltrato y abandono de la vejez en residencias retransmitido a diario y en directo a través de las pantallas de televisión viendo el continuo tránsito de cuerpos ajados enfundados en plásticos; camiones rebosantes de féretros; mortajas arrojadas a fosas comunes. Nadie previno. Nadie dijo ¡Basta ya! y todo este infierno desfiló silenciosamente ante la mirada impertérrita de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Naciones Unidas (ONU), Unión Europea (UE) y gobiernos, entre ellos España. Sin embargo, cuando presenciamos de nuevo el holocausto, resulta imposible tener que preguntarnos sobre el porqué de tanta muerte entre los ancianos y ancianas en esos pretanatorios que sarcásticamente se conocen como geriátricos o residencias para la tercera edad: ¿fue la madre naturaleza?, ¿se pudo evitar?, ¿qué falló?
La cruda realidad ha sido que, desde marzo de 2020, nos hemos despertado y acostado con la implacable tiranía y crudeza del invierno de las estadísticas de mortalidad por el coronavirus. Es la relación de los muertos, ordenados en columnas. A veces muertes desagregadas por datos minimalistas de sexo e intervalos de edad hasta esas edades que marcan las estadísticas mundiales sobre la esperanza de vida – en España, entre 1999 y 2019, la esperanza de vida al nacimiento de los hombres ha pasado de 75,4 a 80,9 años y la de las mujeres de 82,3 a 86,2 años, según los indicadores demográficos básicos que publica el Instituto Nacional de Estadística (INE) -, tal y como si pretendieran indicarnos la fecha de nuestra muerte en esta empinada montaña que es la vida, especialmente para las clases sociales más desprotegidas, frágiles y vulnerables, aquellas que de manera sistemática son injusta e impunemente desfavorecidas por razón de código postal, etnia, raza, desempleo y vejez.
Lo que resulta del todo paradójico es que nadie muere de viejo, no al menos para la estadística. Los pulcros certificados de muerte tienen asignada siempre un por qué: infarto, cáncer, ictus, diabetes, pero en este año maldito del 2020, se ha añadido una nueva causa, cierta o probable de una patología fatal, especialmente cruenta en la vulnerabilidad corpórea e inmunológica: el coronavirus. Si bien nadie está exento de padecerlo y de morir, cuanto mayor haya sido la duración de exposición a la carga viral es prácticamente imposible escapar a sus garras cuando la edad registra una nomenclatura de dígitos incrementados.
Lógicamente, sería radicalmente injusto extender de manera indiscriminada la culpa por un abandono tal de personas que comportó, si no directamente la muerte de muchas de ellas, si de quienes en sus residencias de ancianos ignoraban incluso la causa de sus males por falta de las atenciones requeridas. No, no se puede expandir la culpa, aunque bien haría alguno y alguna en recoger el dicho de Dostoievski para decir que si, en cierto sentido todos somos culpables – bien haría la sociedad española en replantearse qué es lo que estamos haciendo con nuestros mayores -, “yo soy más culpable que nadie”.
Si así fuera se podría empezar a salir de la hipocresía con que se proponen lutos por las víctimas de la pandemia y se sacan a los balcones banderas con crespones negros. Más aún, si desde ciertos partidos políticos, por no hablar de todos, se dejara de amparar la frivolidad inaudita con que se trata a los muertos, y no sólo de residencias – muchas de las cuales fueron dejadas de las manos de las administraciones públicas para ponerlas en las de empresas con afán de lucro por encima de deberes insoslayables -, sino a unos muertos que en su cuantioso número y cada uno con su nombre y apellidos son utilizados de la manera más desvergonzada como munición en la cada vez más asquerosa y sucia contienda política, entonces se podría hablar con seriedad del duelo que colectivamente debemos a las víctimas, apoyando además a familiares y amistades que en su día no pudieron ni acompañar los féretros de sus deudos.
La respuesta a la pandemia ya ha revelado algunas realidades inquietantes sobre la diferente valoración que hacemos de las vidas de los demás. Así tenemos como los políticos y otros gestores de la sanidad han dirigido los recursos médicos y beneficios sociales-económicos hacia los jóvenes, los blancos y las personas acomodadas, y limitando los mismos recursos a los negros, a los indígenas o aquellos con discapacidades.No es de extrañar, entonces, encontrarlos abogando para que participemos en un “altruismo extremo” en la época del COVID-19, definiendo este como “un acto tomado en beneficio de otro que implica hacer grandes sacrificios o riesgos personales que alteran o ponen en peligro la propia vida”. Citan el trabajo de caridad en el extranjero, la atención médica de primera línea o el servicio en tiempos de guerra como ejemplos.
De casa al pretanatorio, y del petranatorio al cementerio: “cuando la ingresé, mi abuela, caminaba, no usaba pañal y comía sola, pero acabó encamada, con una úlcera en el sacro del tamaño de un puño y otra en el talón que le impide volver a andar”.Ella la había llevado al hospital tras pasar una semana sedada en la residencia después de apreciar que tenía una herida en un tobillo, pero en el hospital supo que su abuela “había sufrido una parada cardiorrespiratoria y que estaba desnutrida, aunque la directora de la residencia me decía que no le pasaba nada; que sencillamente se moría por la edad”, según se recoge en el diario El País de 1 de marzo de 2021.
Familiares de ancianos fallecidos por el coronavirus en residencias pedirán cárcel para los responsables de los triajes sanitarios que, durante la fase dura de la pandemia, en marzo y abril, dejaron sin atención hospitalaria a millares de personas mayores de 70 años enfermas de Covid-19.
Ahora, ella ha presentado una querella criminal por abandono y negligencia médica contra DomusVi y la Xunta de Galicia, responsable de la inspección, que tramitan los abogados de la Federación Galega de Usuarios da Dependencia e Residencias (REDE), la cual se dirime en el Juzgado de Instrucción número 2 de Monforte de Lemos. El juez ha pedido numerosa documentación y ha llamado a testificar a dos enfermeras de la residencia: “Por 1.000 euros al mes no puede haber un gerocultor viendo las heridas y curándolas y atendiendo a 100 personas. Habrá que pagar más a la gente y contratar más; la administración pública debería pagar las plazas concertadas a precios aceptables”, comenta en el mismo diario el presidente de la Sociedad Gallega de Gerontología y Geriatría.Ocurre que las residencias de ancianos o pretanatorios son la verdadera zona cero de la crisis del coronavirus en España, donde, la muerte de las personas por triaje y eugenesia a modo de exterminio nazi – Hitler ordenó el uso del pesticida Zyklon B para matar a millones de personas, pero aquí, durante el coronavirus, se ordenó el uso de morfina para el “exitus letalis” -, se sucedía diariamente, tal y como se recoge en un amplio y detallado informe sobre las residencias publicado por InfoLibre el 9 de abril de 2020, donde la multinacional DomusVi habría sumado un total de 152 muertos recopilados a 7 de abril del mismo año, solo en ocho de sus centros repartidos por seis comunidades autónomas, aunque la cifra real es mucho mayor, porque se desconoce por dos motivos: varias comunidades no facilitan el dato de fallecimientos por residencias – entre ellas Madrid que alcanza el mayor número de decesos en cifras absolutas -, y ante la negativa de la empresa a facilitar las cifras sólo se incluyen en el informe aquellos casos en los que existe constancia pública del número de decesos.
Según los datos del Instituto de Estadística de la Unesco de 2016, la diferencia entre nacer en Japón, el país cuyos ciudadanos son más longevos, y Sierra Leona, el caso opuesto, es de 32 años. No se trata de una disparidad aislada, pues Europa y los países asiáticos con un Estado del bienestar más asentado, como Japón, Singapur o Corea del Sur, ocupan los primeros puestos en la clasificación mundial, mientras que África es la región con los registros más alarmantes. En el lado opuesto sobresalen los casos de Japón, Suiza y España, los países que cuentan con una mayor esperanza de vida al nacer de media. Sin embargo, el orden está llamado a alterarse en los años venideros, según un estudio de la Universidad de Washington de 2018. En 2040, España se convertirá en la nación con la mayor esperanza de vida del mundo, con 85,8 años de media. Teniendo en cuenta que en 2016 el promedio era de 83,3, el aumento de 2,5 años se traducirá en un incremento diario de casi dos horas en la vida de los españoles.
15 comunidades autónomas, 47 ayuntamientos, tres diputaciones forales, cinco diputaciones provinciales, un consell insular, un cabildo, ocho consells comarcales y dos mancomunidades. Ese es el catálogo de 82 administraciones públicas que tienen firmado algún acuerdo con DomusVi, la multinacional líder del sector de residencias en España, según datos de la propia compañía, cuyo principal propietario es el fondo de inversión británico Intermediate Capital Group (ICG), alimentado principalmente con dinero público.
No obstante, hay que dejar clara constancia de que la muerte de ancianos no es algo que ocurra sólo con DomusVi, lógicamente, aunque al ser la principal compañía en la prestación de servicios geriátricos en España, es la más beneficiada por esos acuerdos, pero también reciben importantes cantidades Orpea, Vitalia Home o Colisée, por citar sólo a los otros tres grupos con mayor número de residencias.
Las seis principales, que acumulan 395 residencias en total, tienen como principal accionista en dos casos – Vitalia Home y Colisée – a fondos de las islas Jersey, un territorio fiscalmente opaco; en otro – DomusVi – a un fondo inglés, y en un cuarto – Orpea – a un fondo de pensiones canadiense. Las dos compañías que no están en manos de fondos de inversión tienen como dueños principales a una entidad sin ánimo de lucro británica – Sanitas – y a Florentino Pérez -Clece -, uno de los diez hombres más ricos de España, presidente de ACS y del Real Madrid.
Otras tres compañías, que suman 76 geriátricos, están en manos de capital francés o suizo: Amavir, propiedad de la familia Mulliez, quinta fortuna de Francia; Caser, cuyo accionista principal es ahora la cooperativa suiza Patria Genossenschaft, y Korian, cuyos accionistas de referencia son 39 bancos regionales franceses.
Dos sociedades, que explotan 41 centros, están controladas por empresarios españoles estrechamente vinculados a escándalos de corrupción del PP, especialmente el caso Gürtel: el ya condenado Enrique Ortiz – Savia – y el empresario leonés José Luis Ulibarri – Aralia – enfrentado actualmente a 21 años de prisión en dos piezas distintas del mismo asunto GÜRTELiano.
José Luis Rodríguez Zapatero dio instrucciones a varios de sus ministros en 2006 para que favorecieran al constructor leonés José Luis Ulibarri, uno de los empresarios imputados en el caso Gürtel, con contratos y adjudicaciones de obras públicas. El presidente del Gobierno, que el pasado año arropó con su presencia a Ulibarri en el acto de celebración del aniversario de una de sus empresas, encargó la tarea a su asesora personal en La Moncloa, Angélica Rubio, una de las consejeras más cercanas a Zapatero (El Confidencial, 9 de octubre de 2009)
Las dos empresas restantes, que gestionan 63 geriátricos, tienen como principales accionistas a empresarios españoles. En un caso – Ballesol – a Modesto Álvarez Otero, Carlos Álvarez Navarro y José Luis Díaz López, dueños de la aseguradora Santa Lucía y los tres entre los cien españoles más ricos. Y en el otro – L’Onada – a Cinta Pascual Montañés, presidenta de la patronal catalana del sector y de una de las patronales españolas.
No obstante, será conveniente dejar matizado en primer lugar la realidad sobre los verdaderos dueños de las residencias implantadas en nuestro país, para dejar muy claro que el sector residencial está controlado principalmente por capital francés, del que forman parte cinco de las 13 grandes compañías de un grupo francés (DomusVi, Colisée, Orpea, Amavir y Korian), pero las mercantiles francesas también tienen sus accionistas. Y tirando del hilo societario podemos concluir que en tres de esos casos el dueño principal es un fondo de inversión inglés, de Jersey, de tal manera que la conclusión más exacta sería decir que parte de los geriátricos españoles están en manos de empresas con sede en Francia, aunque de capital no necesariamente galo. Una apreciación que por cierto no sólo sirve para España, sino también para otros países europeos, si se tiene en cuenta que los cuatro principales grupos de la Unión Europea son, por este orden, Korian, Orpea, DomusVi y Colisée.
En segundo lugar, que los fondos son propietarios de empresas, pero estos no son los que ponen el dinero, solo actúan de meros intermediarios que lo captan entre sus clientes, aportando ellos la estructura societaria y la gestión de la inversión. Pero los propietarios de las compañías son, obviamente, quienes han puesto el dinero, de tal manera que cuando se afirma que ICG es el principal accionista de DomusVi, o CVC el propietario de Vitalia Home o IK el dueño de Colisée, en realidad no se está hablando con precisión: ICG, CVC o IK constituyeron sociedades que compraron esas empresas, pero alguien puso el dinero en esas sociedades constituidas por ICG, IK o CVC y, por tanto, esos inversores son los verdaderos dueños de las compañías.
Lógicamente, la pregunta que surge de inmediato es para preguntarse sobre quienes ponen el dinero, para contestar que una parte procede de lo que se denomina “inversores institucionales”, esto es, de fondos de pensiones, bancos, compañías de seguros, sociedades de inversión, pero también de personas físicas que acumulan importantes patrimonios, en su mayoría guardado en las madrigueras de los paraísos fecales y fuera del alcance de las respectivas Haciendas nacionales, resultando, en la mayoría de las ocasiones, muy difícil por no decir imposible conocer su identidad al ser esa una de las grandes ventajas que les ofrecen los fondos de inversión.
Buena parte de estos fondos que hacen los grandes negocios con los pretanatorios, en España y en Europa, están especializados en lo que se conoce como private equity, es decir, son fondos que como norma invierten en empresas que no cotizan en Bolsa, buscan un crecimiento lo más rápido posible de la compañía y planean desde el primer momento salir del accionariado a medio plazo – si es posible antes de cinco años – con importantes plusvalías.
Según un informe realizado por una plataforma ligada al Centro Superior de Investigaciones Científicas “Estadísticas sobre residencias. Distribución de centros y plazas residenciales por provincia. Datos de abril de 2019” realizado en abril de 2019, en España existían 5.417 centros residenciales, de los que el 71% (3.844) del total eran privados y el 29% (1.573) eran públicos, dejando claro que estas cifras incluyen todo tipo de alojamientos colectivos para personas mayores, y no sólo residencias, aunque estas predominen claramente, pero también existen pisos tutelados o centros psicogeriátricos, por citar ejemplos de otro tipo de alojamientos.
En esta tabla del Ministerio de Sanidad dice que en diciembre de 2014 había 5.398 residencias con 369.018 plazas. Sin embargo, uno de los informes de CSIC realizado en abril en junio de 2015 dice que había en España 4.340 residencias con 359.135 plazas, es decir, en seis meses se habrían cerrado en España 1.000 residencias y el número total de plazas se habría reducido en 10.000. Seguro que no fue así, cuando las competencias sobre Servicios Sociales y Residencias están transferidas a las comunidades autónomas, últimas responsables del control y supervisión de estos equipamientos colectivos. Cada una de ellas puede ofrecer datos de centros y plazas bajo su competencia”, una bonita forma de decir que no existe ningún registro en España en el que aparezcan todas las residencias de forma ordenada. ¡¡¡ Como para saber el numero real de los muertos en las residencias!!!
Resulta más que sorprendente que, a la fecha de hoy, 6 de setiembre de 2021, una administración pública y dizque progresista haya realizado un estudio sobre el sector de las residencias y tome en consideración como uno de los factores para analizar quién es la “entidad titular” del centro y no quién es la “entidad gestora”. Una cuestión que, si bien podría haber tenido sentido hace treinta años, cuando todas las residencias de titularidad pública eran también de gestión pública, pero resulta del todo engañoso en la actualidad, cuando la gestión de la inmensa mayoría de los pretanatorios o geriátricos de titularidad pública han sido toda ella privatizada.
Al día de la fecha, 6 de setiembre de 2021, había en nuestro país 1.346 residencias de titularidad pública, pero de ellas, 754 siguen funcionando bajo el sistema de “gestión indirecta”, esto es, la dueña del inmueble sigue siendo la administración, pero la encargada de gestionar el geriátrico recae en manos de una empresa privada. Es como si el reparto de las estrellas de la guía Michelin se hiciera teniendo en cuenta quien es el dueño del inmueble donde se encuentra el restaurante, en vez de hacerlo valorando la calidad de los platos que prepara el cocinero.
Algo tan básico, que cuesta trabajo entender que la comunidad de Castilla-León lo haya obviado, cuando la gestión indirecta está extendida en esta comunidad, donde existen 198 centros de titularidad pública, de los que 137 han sido privatizadas. Sin embargo, aunque parezca una cuestión menor, en absoluto lo es, cuando el objetivo de los defensores del actual modelo residencial, con sus patronales al frente, tratan de instalar en la opinión pública la idea de que el impacto de la pandemia no fue mayor en las residencias o pretanatorios de gestión privada.
Gestión pública, privada o indirecta, la triste y cruda realidad es que el “agujero negro” que desde las residencias de mayores o pretanatorios se nos ha abierto en la sociedad española dados los incontables decesos que en ellas han tenido lugar sin que, al día de hoy, 6 de setiembre de 2021, sepamos con exactitud el número real de los fallecidos a causa del coronavirus han resultado un auténtico escándalo. Pero, más allá de listados en disputa, recordando a Thomás Mann en “La Muerte de Venecia” cuando escribía que, respecto a la muertes, “los diarios locales contenían rumores, aducían cifras poco claras, reproducían negativas oficiales y dudaban de su exactitud”, el mismo nos describía en su obra “La montaña mágica” la razón profunda del trato sin piedad que se da a los muertos cuando pone en boca de Hans Castorp, el personaje central de dicha novela, lo que se olvida en el impío descuido con que se maltrata a quienes fallecen, antes y después de perder la vida: todo moribundo merece el máximo respeto: “es, por así decirlo, sagrado”.
Fuente: Ministerio de Sanidad (junio de 2020).
De todos es sabido lo ocurrido en la Comunidad Autónoma de Madrid que, sin ignorar lo ocurrido en todas y cada una de las comunidades españolas, representa el mayor “espectáculo grotesco” de tan lamentables episodios, sobre todo desde que han trascendido a la opinión pública los conocidos protocolos de actuación, que se han querido presentar como “borradores”, para que personas gravemente afectadas por coronavirus no fueran trasladadas a hospitales públicos de la Comunidad, aunque si podían ser tratados en los hospitales privados siempre, claro está, que su economía se lo permitiese. Una cruel discriminación atentatoria contra elementales exigencias de igualdad, dejando entrever como motivo una saturación de los servicios al borde del colapso, e implicando la conclusión de que se les dejara morir en sus residencias, dando indebidamente por supuesto que su avanzada edad o las discapacidades acumuladas no hacían de ellas candidatas a una supervivencia probable.
Estando el personal de las residencias sin recursos para afrontar tan graves situaciones, y dándose éstas en establecimientos asistenciales que ni siquiera aplicaron en la mayoría de los casos las medidas de cautela obligatorias para evitar el incremento de contagios, todo quedó a expensas del trágico azar de una muerte a la que no ponía freno tampoco una atención médica mínimamente suficiente para ello, a lo que hay que sumar, al margen de las responsabilidades políticas de las instancias concernidas, si las hubiere, la responsabilidad de los gestores o de los responsables empresariales de los centros, desde el deshumanizado olvido de lo que un moribundo reclama, a la profanación de su sagrada dignidad por cuanto de la manera más inhumana se decidió sobre su vida, sabiendo su destino como seguro e inmediato final de muerte.
Ni siquiera corresponde enmarcar tal decisión bajo lo que en la jerga sanitaria se define como “triaje” o lo que en el entorno hospitalario se denomina fríamente “criba” al decidir por personal especializado y según criterios médicos si un paciente tiene o no capacidad de respuesta a un determinado tratamiento, máxime en circunstancias de recursos al límite del agotamiento. Fue una decisión que, situándola en la órbita ideológica de Johnson – antes de ser él mismo víctima del coronavirus, por supuesto -, de Trump o de Bolsonaro, alentó un darwinismo social tan acentuado que los excluidos en tan cruenta lucha por la vida quedaron a la espera de su final en una suerte de inopinados corredores de la muerte.
En este tétrico escenario, durante la crisis generada por el coronavirus, en las residencias de mayores se han dado una serie de circunstancias para generar “la tormenta perfecta”. No en vano se han juntado una gran concentración de personas mayores con pluripatologías, la proximidad física de los residentes, la falta de atención sanitaria de los mismos, la poca cultura de la prevención, el gran trasiego de familiares, el alto absentismo laboral y el escaso o nulo apoyo institucional que han recibido durante la crisis.
Por todo ello, nadie debiera de extrañarse la altísima mortalidad que se ha producido en las residencias de mayores de nuestro país debido a la infección del coronavirus, de tal manera que, un año después de que estallara en España la pandemia del coronavirus, más de 30.250 personas que vivían en residencias de mayores en España han fallecido a causa del coronavirus, según los datos disponibles hasta el 29 de agosto y recopilados por los ministerios de Derechos Sociales, Sanidad y Ciencia e Innovación, aunque estos datos todavía son considerados como provisionales.
Lo acaecido en Madrid, fehacientemente documentado, tiene que ver, por tanto, con una apriorística decisión política, sin ninguna deliberación pública, acerca de quiénes tenían o no derecho a tratamiento médico adecuado a la gravedad de su enfermedad. Es por eso que, como se ha publicado, el consejero de Políticas Sociales advirtió al consejero de Salud del gobierno autonómico de Madrid sobre la ilegalidad de la medida prescrita y de la “muerte indigna” que iba a suponer para muchos de los ancianos afectados, ubicando tal inmisericorde proceder bajo el rótulo de eugenesia, por no hablar de conductas homicidas, aunque tendrán que ser los jueces quienes vean la calificación penal que merece tan luctuoso modo de afrontar una situación sanitaria crítica.
Incluso, tal y como ha quedado perfectamente constatado, si el gobierno central no haya estado, como no estuvo, a la altura de sus obligaciones en lo que respecta a residencias de mayores, eso no justifica esas malévolas decisiones sobre vida y la muerte de seres humanos que bajo ningún concepto puede tener justificación.
De todo lo expuesto, lo más grotesco de todo es que esos y esas ancianas sufren este genocidio silencioso después de haber sido ellos y ellas los que más han luchado para arrancar a la burguesía a base de sangre, sudor y lágrimas el bienestar que hoy disfrutamos, y después de abonar religiosamente sus plazas pretanatoriales con sus pensiones y con su patrimonio, el que lo tenga y al que le alcance la pensión.
Para los ocho millones de personas con más de 65 años que viven en España las plazas disponibles con cobertura pública en residencias de mayores (bien públicas o bien concertadas en centros privados) cubren apenas a sesenta de cada cien usuarios. Es decir, de un total de 372.000 plazas disponibles, que suponen un 4,3% de cobertura sobre la población de más de 65 años, solo 208.000 lo son en centros públicos o con plazas subvencionadas en centros privados concertados.
Las restantes 164.000 son plazas en centros privados y sin financiación pública que alcanzan al 44% del total. Es esta una situación de más de un 40% de oferta de plazas a precio de mercado que, como veremos, provocan una masiva e invisible exclusión de potenciales usuarios, ya que los pensionistas que perciben una pensión superior a los 1.500 euros mensuales como precio de referencia medio de dichas plazas en el mercado privado, solo son apenas quince de cada cien pensionistas. Una minoría abrumadora. Aun así, ese 4,3% de cobertura total supone una ratio por debajo de lo aconsejado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), siendo lo deseado llegar al porcentaje del 5 % aconsejado por el organismo internacional de la salud, para lo que sería necesario la creación de 60.000 plazas más en los centros residenciales.
Pero, es que, además de una escasa y defectiva oferta de servicios residenciales para nuestros mayores y de una excesiva cuota de la oferta en residencias privadas resulta muy importante hacer una evaluación tanto de la financiación como del pago de los servicios sociales.
El consejero de Sanidad, Enrique Ruiz Escudero, y la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso han dicho que su Gobierno no dio orden de excluir a personas con discapacidad o dependientes y que un documento que llegó a las residencias era un borrador que se envió por error. Pero en varios correos electrónicos un alto cargo de la Consejería de Sanidad solicitó que se enviaran esos protocolos firmados por él a las 475 residencias de Madrid. Carlos Mur de Víu, director de coordinación sociosanitaria, envió al menos cuatro correos a la Consejería de Políticas Sociales pidiendo dar traslado de los protocolos de triaje, el 18, 20, 24 y 25 de marzo. Esos documentos, todos firmados digitalmente por él, fueron la guía que siguieron hospitales y residencias para descartar la hospitalización de personas con discapacidad y ancianos enfermos con covid-19 (El País, 9 de junio de 2020)
Sabemos que sus usuarios son mayoritariamente personas mayores de 80 años y sobre todo mujeres (70%). Conviene tener muy presente, en consecuencia, que la pensión media percibida por las mujeres en España se sitúa en torno a los 700 euros mensuales de acuerdo con los datos oficiales del año 2021.
Pues bien, según informa la publicación anual “Las personas mayores en España”, el precio promedio de una plaza en una residencia pública ronda los 16.000 euros de los que el usuario aporta unos 6.800 (algo menos del 43%).De acuerdo con estas cifras la aportación del usuario medio en la red pública se situaría en 567 euros al mes, lo que supone el 80% de su pensión. Es obvio que si el usuario tuviese que soportar el coste íntegro de una plaza (unos 1.300 euros) quedarían excluidos de este servicio social la mayor parte de los pensionistas, cuando el 73% de las pensiones en España están por debajo de los 700 euros mensuales.
No obstante, conviene resaltar que las plazas en centros privados, y no concertadas, tienen actualmente un coste medio de mercado para el usuario por encima de los 1.400 euros, una cifra que supone nada menos que el 70% de la pensión máxima actual en España y que, por tanto, excluye a la inmensa mayoría de la población femenina potencialmente demandante de este servicio, cuando de 4.900.000 mujeres pensionistas apenas 300.000, esto es, el 6% perciben una pensión superior a los mil quinientos euros. Una cruda realidad que demuestra la insuficiente cobertura pública, tanto en centros públicos como concertados, que se transforma en un saqueo económico para aquellas personas que no tienen otra alternativa para llevar una vida digna en su vejez que ingresar en una residencia a precios de mercado privado.
Un saqueo de personas mayores sin ingresos suficientes que se convierte en un suculento negocio para las empresas que saben que tal demanda social existe y, también, que la cobertura pública actual es más que insuficiente, lo que provoca una exclusión social que no es ajena a que con cierta frecuencia aparezcan, pasados días o meses, mayores solitarios fallecidos en sus domicilios.
Alberto Reyero ha roto su silencio ocho meses después de dimitir como consejero de Políticas Sociales de la Comunidad de Madrid. El que fuera dirigente de Ciudadanos en el anterior ejecutivo de Isabel Díaz Ayuso reaparece públicamente para pedir que la Asamblea de Madrid apruebe de nuevo la comisión de investigación que determine lo ocurrido en las residencias, en las que fallecieron más de 7.000 ancianos en apenas dos meses, después de que la Consejería de Sanidad aprobase unos polémicos protocolos que impidieron el traslado de estos mayores a los hospitales durante el peor momento de la pandemia: “Ayuso y yo debemos ir a una comisión de investigación a explicar lo ocurrido en las residencias” (EL DIARIO.ES, el 29 de junio de 2021)
Tampoco se puede pasar por alto de que este “genocidio silencioso” que titula este ensayo criminal se esté llevando a cabo desde la terrible premisa de que hay humanos cuyas vidas merecen ser protegidas o potenciadas al precio de aquellas que para eso han de ser sacrificadas. A eso nos ha conducido una política necrófila cuyo burocratismo no se detiene al considerar determinadas vidas como desechables. El ejemplo de cómo se puede caer tan bajo queda perfectamente descrito en el libro de Saramago “Intermitencias de la muerte”: “Desgraciadamente, cuando se avanza a tientas por los pantanosos terrenos de la realpolitik, cuando el pragmatismo toma la batuta y dirige el concierto sin atender lo que está escrito en la pauta, lo más seguro es que la lógica imperativa de la villanería acabe demostrando, a la postre, que todavía quedaban unos cuantos escalones por bajar”.